Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


Gracia Noriega, Bajo las nieblas de Asturias

Ignacio Gracia Noriega

Antonio y Cleopatra

«Antonio y Cleopatra» es de las obras más hermosas de William Shakespeare; y de las menos conocidas. Hasta 1849 no vuelve a representarse, y como anotan Kenneth MacLeish y Stephen Unwin en su imprescindible «Guía de las obras dramáticas de Shakespeare», publicada por Alba Editorial: «Verdadero aprecio por la obra no ha habido hasta el siglo XX». En España, donde el genio de Shakespeare se reconoce a través de media docena de obras, entre las que ésta no figura, «Antonio y Cleopatra» es claramente una parte de la extensa zona sumergida del iceberg Shakespeare. Por eso, esta edición de Cátedra, bilingüe y con abundante y excelente aparato crítico y erudito, elaborada por el Instituto Shakespeare que dirige Manuel Ángel Conejero y traducida por Jenaro Talens, merece atención desde las nieblas de Asturias.

«Antonio y Cleopatra» pertenece al ciclo romano de Shakespeare (integrado, además, por «Julio César» y el espléndido y valeroso «Coriolano») y al período (1599-1608), en el que el dramaturgo escribe sus grandes tragedias: «Hamlet», «Otelo», «Rey Lear» y «Macbeth». «Antonio y Cleopatra» es una verdadera tragedia, no sólo porque muere en escena casi todo el reparto (Enobarbo, de arrepentimiento; Iris y Carmiana, por fidelidad; Antonio, por amor, derrota y por no contrastar las noticias que le llevan los mensajeros; y Cleopatra, por derrota y ¿amor?), sino porque la mayor parte de ellos están arrebatados por la fatalidad. La muerte de Marco Antonio y Cleopatra recuerda bastante a la de Romeo y Julieta. Antonio se entera de que Cleopatra ha muerto y se mata. Cleopatra, que se había limitado a refugiarse en su mausoleo, se suicida a su vez, tras asistir a la agonía de Antonio. Sus fieles criadas, Iris y Carmiana, se matan seguidamente, después de vestirla con sus ropas de oro para que Antonio la vea llegar desde lejos, y aprovechando el veneno que todavía le quedaba al áspid regicida. Mas, en este caso, los papeles están cambiados, y Antonio, veterano soldado, canoso y ebrio, es más Julieta por su enamoramiento sin condiciones, mientras que Cleopatra, como Romeo, tiene en cuenta otros intereses además del amor. Después de la muerte de Antonio sí parece realmente enamorada, y de hecho le dedica a Antonio el más hermoso elogio fúnebre jamás surgido de la pluma de Shakespeare (aunque no se queda corto, con ser más breve, el elogio de Octavio); pero es preciso tener en cuenta que, además de a su amante, ha perdido su reino, y corre el riesgo de ser conducida a Roma como parte del triunfo de Octavio, con lo que todo influye para que meta la mano en el cestillo de higos donde aguarda el áspid.

«Antonio y Cleopatra» es una obra crepuscular; pero de crepúsculo esplendoroso, después de un día radiante: «Acabemos, señora; el luminoso día ha terminado / y estamos destinados a la oscuridad», dice Iras, cuando ya todo se ha derrumbado alrededor. Algunos críticos la consideran como obra sombría; pero aun así, luce en los altos cielos el sol de África y brilla el oro. Enobarbo recuerda su primera visión de Cleopatra: «La galera en que iba sentada, resplandeciente como un trono, parecía arder sobre el agua. La popa era de oro batido...». Y Cleopatra recuerda a Antonio, que «era su rostro como el cielo, y en él, grabados, una luna y un sol observaban su curso y daban luz a esta pequeña O, la Tierra». El recuerdo que deja esta obra en el lector (no sé si en el espectador, porque no la he visto representada; y lo que hay de ella en la «Cleopatra» de J. L. Mankiewicz queda aplastado por la fatigosa pesadez de la película) es de luminosidad. A fin de cuentas, no todo se ha perdido, sino que, más bien, todo empieza. Ha caído Antonio pero asciende Octavio: con lo que en él se encarnan los ideales de Julio César. Se cierra un pasado y se abre el futuro. Pero los personajes se expresan con abrumadora y magnífica nostalgia: «La eternidad estaba en nuestros labios, estaba en nuestros ojos, / y el arco de las cejas mostraba la felicidad; no había parte en nosotros por muy pobre que fuese que no viniera de los cielos» (Cleopatra); «Vamos, buenos amigos, servidme esta noche. / No escatiméis las copas, y tened conmigo / las mismas atenciones que cuando mi imperio, / compañero vuestro, obedecía mis órdenes» (Antonio). Cleopatra y Antonio tienen a lo largo de la obra la sensación de una gran pérdida; notamos en ellos un anhelo de «paraíso perdido», y esa pérdida es poética.

Más poética aún porque Antonio pierde voluntariamente, por obcecación. Este Antonio no es el joven impetuoso de «Julio César», capaz de darle vuelta al discurso de Bruto, de derrotar a Bruto y Casio en Filipos y de cubrir con su manto el cadáver de Bruto. Ambos proceden de Plutarco; pero Antonio en Egipto ya está cansado, aunque se encuentra en la cumbre. Uno de los asuntos de la obra de Shakespeare es relatar su descenso. ¿Por pura inconsciencia amorosa de Antonio (una suerte de «amor loco») o porque el empuje de Octavio era incontenible? Más bien por esto último. Cuando Antonio, Octavio y Lépido dividen el mundo entre ellos, Octavio es el único que se da cuenta de que, de ese modo, no se va a ninguna parte. Shakespeare nunca le tuvo simpatía a Lépido («Éste es un majadero, que sólo sirve para hacer recados», dice Antonio en «Julio César», ac. IV, e. I). En cuanto a Antonio, se ha enamorado, y no es dueño de sí; pero continúa siendo un gran fanfarrón. Le presenta batalla a Octavio en el mar, sabiéndose inferior; y en la batalla, cuando la nave de Cleopatra se retira, él abandona la lucha y va detrás de ella. Su lamentación es cósmica, pero de poco vale. Antonio sabe que todo se ha perdido, antes de jugarlo; «La tierra me prohíbe que la vuelva a pisar, / se avergüenza de sostenerme. Amigos, venid. / He llegado tan tarde a este mundo que he perdido / ya mi camino para siempre». Se ha abandonado mientras los demás le abandonan, Enobarbo y Hércules, su dios protector. Poco antes de la batalla unos centinelas escuchan música de oboes en la noche luminosa de Alejandría y no saben que ese rumor es el del dios que abandona a Antonio: maravillosa narración procedente de Plutarco y que siglos más tarde aprovechará Cavafis para componer uno de sus mejores poemas. «Al igual de Lear, Antonio renuncia a la realidad del poder, pero con autoindulgencia y arrogante ostentación», señalan Unwin y MacLeish. Antonio no llega a alcanzar verdadera dignidad trágica hasta el momento de su muerte, y Cleopatra no está segura de que lo que está sucediendo sea del todo serio y digno, por lo que, en el momento de morir, se le ocurre pensar que «los comediantes nos llevarán a escena y mostrarán Alejandría y nuestras fiestas; Antonio será representado ebrio y yo veré cómo algún joven de voz chillona hace de Cleopatra». Una vez más, en Shakespeare, el teatro dentro del teatro.

Dos rectificaciones. En dos artículos míos recientes se han deslizado sendas erratas, curiosamente relacionadas con la tauromaquia. En el titulado «Literatura y gastronomía» se hace una referencia a Vázquez Montalbán a propósito de su colaboración en un libro de propaganda patrocinado por un restaurante ovetense; se dice en ese artículo, por errata, que la colaboración del conocido autor es una «faena de asco», cuando debiera decir «de aseo»: es decir, una faena de compromiso, para salir del paso.

Mayor entidad tiene la pérdida de unas líneas en el artículo «Una teoría del toreo», publicado el pasado 19 de abril, donde, al no estar el texto completo, da la sensación de que esa teoría del toreo es obra de Gustavo Bueno, cuando en realidad nos estábamos refiriendo a Alfonso Fernández Tresguerres, autor del libro «Los dioses olvidados. Caza, toros y filosofía de la religión», del que Gustavo Bueno dice en el prólogo que es una «teoría que sorprende por la abundancia de los contenidos que consigue asimilar de su campo fenoménico, sin recaer en ningún tipo de empirismo, utilizando distinciones certeras y análisis esclarecedores (por ejemplo, el primer análisis serio sobre la ceremonia del toreo)». A César lo que es del César.

La Nueva España · 28 de abril de 2002