Ignacio Gracia Noriega
En homenaje a una escritora:
Julia Ibarra
Sobre la categoría humana y personal de Julia Ibarra, muchas cosas pueden decirse. Pertenecía a un mundo ya perdido que ella misma describió con mucho detalle en algún texto muy hermoso. Era como un pajarillo frágil, pero qué vigor tenía cuando se sentaba y se ponía a escribir. Era tal vez otra Julia. Una Julia que vivía cuando hacía literatura y que hacía literatura para reafirmarse en la vida. De un lado estaba la Julia Ibarra que conocimos: la mujer encantadora y perfectamente educada, testimonio de una época en la que las mujeres, sólo por su educación, eran damas; la gran lectora y apasionada de la literatura; la buena y entrañable amiga; la amiga de sus perros, tan encantadores; la mujer de ese personaje fastuoso, sin par y de otro tiempo que fue don Ignacio de la Concha. Se casaron don Ignacio de la Concha y ella en la madurez, cuando es posible mantener dentro de la complejidad que representa el matrimonio relaciones afectuosas y estables. Don Ignacio, ilustre solterón, encontró en la edad media de su vida el puerto feliz, que era Julia. Muerto él hace un par de años, Julia se dedicó hasta donde pudo a mantener viva su memoria entre las muchísimas personas que le apreciábamos, entre sus discípulos y amigos. Pero, a partir de esa muerte sentida, Julia fue languideciendo. Julia Ibarra, la autora de «Sasia, la viuda», no se resignó a ser una viuda poderosa como aquella de su novela, sino que, como una Julieta intemporal, fue volviéndose más melancólica. Julia Ibarra murió de amor, pero no de falta de esperanza. Julia Ibarra murió de amor, pero no de falta de esperanza.
Todavía a finales del pasado año estaba muy ilusionada con la reedición de algunos de sus libros; reiteradamente me pidió que presentara uno de ellos, y es lástima que no pueda verlo impreso. Pero ya saldrá, espero que pronto, y, así, quienes no conozcan a Julia Ibarra sabrán qué categoría tenía como escritora. Me cuenta Lola Lucio, que estuvo a su lado en sus momentos finales, que la reedición de sus libros constituía su gran preocupación, aparte la práctica de ese arte sublime que es el de bien morir. La literatura, al final, era lo que la mantenía anclada a la vida. ¿Qué otra cosa se puede esperar de un escritor salvo que viva en su literatura?
Porque Julia Ibarra era una escritora, y una gran escritora, aunque tardía. Empezó a publicar tarde; no a escribir tarde, porque llegó al mundo editorial con una madurez que sólo se logra después de un largo y seguramente penoso aprendizaje. Y representó dignísimamente un tipo de literatura femenina que acaso en Asturias haya sido de las más brillantes de España, con Dolores Medio abriendo la marcha y con magníficas escritoras que vinieron detrás: Sara Suárez Solís, Carmen Gómez Ojea, Carmen Tamargo... En fin, que me perdone alguna a la que no cito, porque este artículo se escribe sobre la marcha, y no me vaya a salir por los vericuetos de un tipo de tan poca monta como el «ninguneado». Carmen Ruiz-Tilve, escritora torrencial como pocas, es la gran heredera de esta curiosa literatura que algún día merecerá la atención de los historiadores literarios.
Cuando Julia Ibarra ganó el premio «Tigre Juan», en 1987, no sólo sorprendió porque se desvelaba una escritora que era mujer bien conocida en el ámbito académico y social, sino por el vigor con que escribía. «Sasia, la viuda» es una de las mejores novelas que se escribieron en Asturias, y ahí está, no para ayer ni para ahora, sino para siempre. Al buen conocimiento de la Roma clásica que Julia tenía, por motivos profesionales, fruto de muchos años de ejercicio de la enseñanza del latín, Julia añadía un implacable conocimiento del alma humana. Julia, tan buena persona, tan delicada, tan incapaz de un mal pensamiento, sabía que el mal existe, y lo refleja en ese relato de una manera implacable. Tenía espíritu y potencia de gran novelista. De escritor que cuando se pone a escribir es otro, que imagina lo que no vivió y comprende aquello que no aprueba. Luego vinieron otras novelas y colecciones de cuentos, como «Mujeres en el sofá», «La melodramática vida de Carlota Leopolda», «Todas adorábamos el negro», que confirmaron un talento literario singular y extraño. Un mundo visto detrás de los visillos, pero con tanta intensidad como si hubiera bajado a la calle. Julia Ibarra demostró como pocos que no hay que vivir para escribir, pero sí para seguir viviendo. Merecía más reconocimiento del que tuvo. Fue una gran señora, una gran amiga y una gran novelista. Su obra ahí queda, ahora opacada por la literatura del marketing. Pero esa obra, y el recuerdo que Julia deja, es garantía de que no ha muerto, de que vivirá siempre.
La Nueva España · 06 de mayo de 2002