Ignacio Gracia Noriega
José M. Uncal,
poeta del mar
No parece que se esté produciendo mucho movimiento con motivo del centenario del poeta José María Uncal, nacido en Caravia el 20 de mayo de 1902. Hace bastante tiempo yo publiqué un artículo sobre él en La Nueva España (publiqué varios), que dio pie a otro de Juan Antonio Cabezas titulado «José María Uncal, un poeta astur olvidado», reivindicativo y evocador, y aparecido también en este periódico. En él reconocía Cabezas con amargura que Uncal «hoy está totalmente olvidado en su tierra». Totalmente olvidado, hasta el punto de que sus libros son inencontrables, y ¿cómo se va a conocer a un poeta si no se puede leer su obra? Mucha cosa hueca y sin sentido se ha publicado en Asturias desde la muerte de Uncal, ocurrida en 1971, acá. Se ha publicado de todo, y, lo que es más pintoresco, han aparecido poetas hasta debajo de las piedras. Pero de la obra de Uncal, tanto de su prosa como de su verso, sobre todo de su verso, no se ha hecho ni una mala antología. En este sentido, cabe destacar la diferencia entre el trato que recibieron y que están recibiendo dos poetas del mar Cantábrico (y de todos los mares de la tierra, porque, como decía Saint-John Perse, cuando se nombra el mar se nombra a todo el mar), el santanderino José del Río Saiz y el asturiano José María Uncal. El propio Cabezas insinúa esa diferencia de trato; Del Río Saiz posee estatua en bronce (una vigorosa estatua, además) en El Sardinero y sus libros se reeditan normalmente, incluso de vez en cuando aparecen publicadas obras suyas inéditas. Y Uncal, nada. Como si no hubiera existido. Naturalmente (ahí no cabe entrar en discusión), Del Río Saiz es mejor poeta que Uncal. Pero éste no es motivo suficiente. Siempre hubo unos poetas superiores a otros, incluso dentro de un mismo estilo, de la misma generación, del mismo ámbito geográfico y de parecida forma de hacer. Pero esto no implica que Uncal sea desdeñable. Ni mucho menos. Uncal intentó algo que nadie antes que él, ni después, había intentado. Sólo por eso merece nuestra admiración y respeto. Siendo Asturias tierra de emigrantes que marcharon a tierras lejanas, y de larga costa abierta a un bravo mar, Uncal intentó cantar al mar y a los hombres que lo surcaron con un sentido épico. El gran tema, es evidente, quedaba por encima de sus posibilidades literarias; pero cabe señalar en su defensa que siempre se mantuvo fiel a él, desde «Los poemas cantábricos», publicados en 1923 (no conozco su primer libro, «Fronda silente», de 1921), hasta su último frecuente, en la poesía escrita por asturianos, que son, tanto poetas como novelistas, más bien de mesa camilla que de asomarse al mar, y de tomar el funcionarial cafelito en las cafeterías de las «grandes superficies» que de acercarse a las viejas tabernas marineras que «aún recuerdan mis voces altaneras, / mi cuchillo español y mi cachimba». En un ambiente poético tan asténico como el actual en Asturias, es natural que Uncal no encaje. Pero debería ser tenido en cuenta, siquiera solo sea como excepción.
Acaso Cabezas da la clave, o una de las claves, de su apartamento: «Indiferente a los 'ismos' literarios más o menos perdurables, que llegaban de Europa, y a las nuevas tendencias poéticas que empezaban a cuajar en la generación madrileña, llamada del 27, Uncal, anclado tierra adentro, escribía siempre mirando hacia el Norte, cara y alma vueltas hacia el horizonte de aguas y cantiles de su Caravia soñada». Cantando un mundo tan peculiar y tan suyo, el poeta quedó aislado, fuera de toda moda, pero tampoco, es lo malo, intemporal.
Lo malo no era sobre lo que escribía, que es magnífico, sino cómo escribía, que no lo es tanto. En este sentido, Uncal forma grupo con Alfonso Camín y Celso Amieva, tres poetas de parecidas características, con mundos poéticos poco menos que intercambiables y que, en los tres casos, partían de concepciones muy dignas de ser tenidas en cuenta aunque fracasaron al intentar expresarlas poéticamente. Los tres fueron poetas poco artistas, y en Camín y en Amieva, sobre todo, se aprecia el mal gusto. Lo sacrificaban todo a la rima, técnica en la que Camín se bandeaba mejor que Amieva, que tenía mal oído y era rimador torpe. Uncal era el mejor poeta de los tres, con mucho, pero compartía con los otros la condición de autodidacto, que casi nunca beneficia al poeta. No digo con esto que el poeta deba ser erudito. Pero con los románticos, el poeta español se hace soberanamente inculto, en lamentable contraste con la gran cultura clásica de los poetas de los siglos XVI y XVII.
Seguramente, el último poeta culto fue Alberto Lista. Los románticos y los modernistas (los poetas de la Restauración no tenían aspecto de ser poetas que leyeran poesía), al fiarse de la inspiración y del sonido, no necesitaban de otra cosa. Los que leían, leían poco, leían mal y leían a malos poetas. Nunca pasaron, tanto románticos como modernistas, de ser unos afrancesados de segunda fila, más interesados por lo externo de las palabras que por el significado. El modernismo pesó como una losa sobre los tres poetas asturianos que he citado. Leyendo a Rubén, a Chocano y a Salvador Rueda o a Villaespesa, no se puede llegar muy lejos; más vale no leer nada. En el mundo marino y aventurero de Uncal también se percibe un aroma a Blaise Cendrars y a Pierre MacOrlan. Esto le otorga un cierto encanto, aunque las referencias literarias a Del Río Saiz, a Kipling y al pasado británico, son más sólidas.
Insisto en que Uncal es mucho más poeta que Amieva o Camín. Los títulos de sus libros proclaman sus intenciones: «Rumbos soberanos», «El hombre de la pipa», «La ruta de Cipango», «Diez velas sobre el mar», «Tajamar»... Poeta del mar y de los hombres que lo cruzaron, titula «Los argonautas» una antología de poetas españoles florecidos (como dice Constantino Suárez) en Cuba. En realidad, Uncal hubiera debido ser un lobo de mar que recuerda viejas historias mientras fuma su vieja pipa en una vieja taberna del puerto. Fue, en cambio, un emigrante a Cuba que se dedicó al periodismo y a la impresión. Las peripecias de su vida quedan muy lejos del ideal soñado de horizontes y aventura. Esa nostalgia se trasmite a sus versos: «Soy feliz viviendo mis quimeras», escribe. Es inevitable para él escribir: «Pero el arte lo llevo agarrado a mi vida, / como una enfermedad». Y así canta los mares de Oriente, los mares de las perlas, los mares de Colón, Magallanes y Balboa, los mares de piratas y tifones, el «Mare Nostrum» y también el mar Cantábrico, el mar de Caravia. Según parece, Gamallo Fierros estaba preparando una antología de la poesía de Uncal. Es ahora el momento de sacar de sus libros una antología. No digo que todo lo que escribió Uncal sea bueno. Pero sí que pocos escritores modernos en España, y acaso él solo, oyeron el latido del mar, y muy pocos, sin duda, tuvieron su ambición. En poesía, una gran ambición fracasada no deja de ser una gran ambición.
La Nueva España ·19 de mayo de 2002