Ignacio Gracia Noriega
Álvaro Cuervo, doctor honoris causa
Álvaro Cuervo, un paisano de La Rebollado de Carreño que de niño comió «farrapes», sopas de boroña, tortos de maíz y leche y boroña, como en la canción, que aprendió muy pronto lo que vale un peine y lo dice, y lo sigue diciendo, ahora que tiene la barba blanca, y que, además, es director del departamento de Organización de Empresas de la Universidad Complutense, miembro de la Real Academia de Ciencias Económicas, consejero de diversas sociedades financieras y que ha sido distinguido con los premios «Jaime I» y «Castilla y León» de Economía, acaba de ser recibido como doctor honoris causa por la Universidad de León. Los honores llegan con las canas, querido Álvaro. Lo que ocurre es que algunos honores son de compromiso y otros merecidísimos. Huelga decir que los honores de Álvaro Cuervo, hasta el momento, y los que reciba en lo sucesivo, son más que merecidos. No sólo porque es un sabio, un ilustre profesor y un gran economista, tanto en la teoría como en la práctica, sino porque tiene una irreprimible tendencia a decir la verdad. Dice las cosas según su leal entender y sentir. Si Álvaro Cuervo ve que el rey está desnudo en medio de la procesión, lo dice sin temor a que le abuchee la plebe: esa plebe que siempre se siente tan a gusto cuando suena el dinero público en las arcas. Álvaro Cuervo no se anda con tapujos, y dice una y otra vez, y lo repite de nuevo machaconamente, que si se escogió la opción del mercado hay que competir y no esperar a que vengan a sacarnos las castañas del fuego los profesionales de esa clase de soluciones basadas en la subvención y en el intervencionismo, o esa otra especie de hada madrina, de indiano rico que viene a hacer la fuente del pueblo o de sociedad de socorros mutuos, que recibe en general el nombre de «Europa»; pues esos tres aspectos presenta «Europa» para los españoles que están decididos a engañarse a sí mismos, y por eso votan como votan y a quien votan: el aspecto mágico, el aspecto filantrópico en apariencia desinteresado y el aspecto burocrático. Lo de no darle el pez al chino, sino enseñarle a pescar, no reza en determinados y muy amplios sectores, que a todo lo más que llegan es a pretender la saturación del sector de servicios. Habida cuenta que cada vez se paga más por trabajar menos, se suman dos más dos, que es fácil, y se monta el hotel, se construye el adosado y se abre la tasca cerca de la playa, y a vivir que son dos días, porque lo que aquí se pretende es ganar en un par de meses, lo que no se piensa trabajar en el resto del año. Que no es camino, que ya se sabe, pero mientras el cuerpo aguante, se va tirando; y para el futuro, para ese futuro que teóricamente es iluminación, razón de ser y meta de los fervorosos de las subvenciones, se puede parafrasear aquello que dijo Luis XV: «¡Ya durará esto tanto como yo! Después de mí, que venga el diluvio!».
Álvaro Cuervo, que no es complaciente, y mucho menos, demagogo, dice lo que ve y ve que el rey del cuento sigue desnudo, por mucho taparrabos que le hayan puesto. De modo que, si continúa desnudo cuando vuelva el frío, corre grave riesgo de sufrir una seria pulmonía que puede llevarle, qué se yo, a Argentina, pongamos por caso.
El discurso pronunciado por Álvaro Cuervo en la Universidad de León con motivo de su investidura como doctor honoris causa fue publicado en La Nueva España con el título de «Reflexiones sobre la empresa en el inicio del siglo XXI. El valor de la confianza y la ética». En él hace algunas afirmaciones contundentes que excluyen cualquier tipo de solución mágica: «El futuro no se prevé, sino que lo crean los empresarios». Naturalmente, esto es un hecho, en tanto que esperar a que haga buen tiempo para que las playas, y a través de ellas, los hoteles se llenen de turistas, no pertenece a la ciencia económica, sino, en todo caso, a la meteorología, cuando no a la milagrería. Recordemos que cuando España era todavía un país agrícola se hacían rogativas para que lloviera; ahora, el día menos pensado, se harán para que no llueva. Mientras los empresarios se dejen dirigir por los políticos profesionales, por un alcalde de tres al cuarto (en espera, natural-mente, de esas prebendas que sólo el intervencionismo político en la economía puede proporcionar), la economía se sitúa en el terreno de la milagrería. Menos mal que empresarios como Severino García Vigón son claros al respecto, y saben que la misión del empresario es crear riqueza. Intereses de otra índole, que a veces asumen los empresarios para justificarse o para justificar a quienes los subvencionan, son más bien de índole sindical. El futuro, repetimos con Álvaro Cuervo, lo crean los empresarios. ¿Y las empresas? «Las empresas actuales -contesta Cuervo- no necesitan convertirse en competidores internacionales, pero sí deben ser competitivas a nivel internacional». De lo contrario, la globalización y todas esas cosas se convertirán en un arma de dos filos.
Hay que leer a Álvaro Cuervo para orientarse un poco. En La Nueva España publicó diversos artículos esclarecedores, además de sensatos y amenos; porque Cuervo, en la línea de los grandes economistas asturianos (no sólo Jovellanos, sino también Valentín Andrés Álvarez, Juan Velarde o José Luis García Delgado) escribe muy bien. En uno de ellos, «El sacristán que no sabía leer», cuenta un cuento de Somerset Maugham, porque «siempre he dicho que los economistas contamos cuentos». En este cuento, titulado precisamente «El sacristán», el párroco de la céntrica iglesia londinense de San Pedro descubre que su sacristán no sabe leer. ¿Cómo era aquello posible? Y como ninguna parroquia que se precie puede tener un sacristán analfabeto, el sacristán abre una tienda de tabacos y se hace rico. El director de un banco se sorprende al enterarse de su analfabetismo: «Imagínese a que hubiera llegado de haber aprendido a leer...». A lo que el comerciante contesta: «Seguiría de sacristán». Apliquemos el cuento: el empresario no nace por optimista, sino, indica Cuervo, por un estado de alerta, de búsqueda de oportunidades de beneficio.
La Nueva España · 5 junio 2002