Ignacio Gracia Noriega
Pastel de arroz con leche
Se habla ahora mucho de «desestacionalizar» (horrenda palabra, como lo es la mayoría de las pedanterías más o menos innovadoras). Consiste la «desestacionalización» en que toda la población mundial no tenga en cuenta el cambio de las estaciones, y que, trayéndoles sin cuidado que sea primavera, otoño o invierno, se vengan a jugar una partida de golf y a mirar el paisaje. Naturalmente, ello supone que la mayoría de los habitantes del planeta «desestacionalice» sus ocupaciones para venir a dar ganancia a los hosteleros. No creo que eso sea posible, porque en buena parte del mundo se huelga durante el verano, pero se trabaja el resto del año. Y aquí acabará pasando también lo mismo cuando, como dice Gómez Fouz, dejen de enviar dinero los alemanes; entonces, como declaró a LA NUEVA ESPAÑA Otero Novas, va a ser el llanto y el crujir de dientes, precisamente en los sectores dedicados al «ocio». Lo ideal sería tener el hotel o el restaurante o el bar llenos todo el año. Pero el inconveniente para ello no es sólo que en el Norte, durante el otoño, el invierno y la mayor parte de la primavera, los días son cortos, llueve y hace frío, sino que en Madrid durante esos meses se trabaja, y dado que el trabajador no es ubicuo (aunque es, mientras no se demuestre lo contrario, el único que suele ir de hoteles o de restaurantes), no puede permitirse durante el invierno solazarse.
Esto de la «desestacionalización», además de ser una palabra abominable, no es ninguna novedad. Hace quince años, un emprendedor empresario hostelero, Luis Sierra, ideó lo de «Llames, también en invierno», y fracasó por falta de unidad en el sector. No parece que ahora las cosas hayan cambiado demasiado en este aspecto. Aparte de que la mejor desestacionalización que puede hacerse es crear industrias que den vida y trabajo permanente, no estacional. El turismo puede ser un buen complemento económico para lugares que poseen una economía más o menos asentada. Pero basar toda, absolutamente toda la economía en el turismo es un disparate por el que se acabará pagando un altísimo precio.
El VIII Certamen del marisco que se ha celebrado en San Vicente de la Barquera podría dar motivos de reflexión a los que hablan de la «desestacionalización». Vayamos a Augusto, a Maruja, a Dulcinea, a Las Redes, a la Bodega Marinera o a cualquiera de los buenos restaurantes abiertos en la villa cántabra, y encontraremos los mismos productos y el mismo servicio y la misma cocina en cualquier mes del verano, otoño o invierno que durante esta pasada quincena de predominio del marisco. Para poder hacer estas jornadas es necesaria una hostelería competente y permanente, no estacional.
El menú del Certamen del marisco consistía en croquetas de centollo, pastel de oricios, un bogavante, un centollo, dos nécoras, cuatro langostinos, cuatro cigalas y seis gambas, con vino de Rueda, al precio de 60,10 euros por dos personas: en cristiano, diez mil pesetas. Sentémonos a comer en Augusto. Es uno de los mejores restaurantes que el viajero puede encontrar entre Oviedo y Santander. Sin exhibicionismos, con profesionalidad y firmeza, Augusto (que es además de dueño, cocinero) ya se ha forjado un sólido prestigio tanto en Cantabria como en Asturias. Su especialidad son, naturalmente, los pescados. Jamás falta el esplendoroso cogote de merluza, que es una de las joyas de la casa. O en temporada, el «sorropotún», la marmita de los pescadores de San Vicente. Naturalmente, este plato es común a toda la costa cantábrica, pero el «sorropotún» es marmita que lleva pan y resulta algo más caldosa que la que se prepara en Asturias. Las carnes del restaurante Augusto también son excelentes, mas en San Vicente está uno predispuesto a pedir pescados (para carnes, excepcionales, las de La Bolera, en Ruente). El hijo de Augusto es, por lo demás, excelente repostero. El otro día recordaba yo la afirmación de Cunqueiro sobre que sólo los asturianos y portugueses saben hacer el arroz con leche. Si Cunqueiro hubiera conocido el «pastel de arroz con leche» de Augusto, habría cambiado de opinión. Es postre de una finura excepcional. Como para quitarse el sombrero y hacerle reverencias. Y lo digo yo, que no soy particularmente entusiasta del arroz con leche.
La Nueva España · 23 de Octubre de 2002