Ignacio Gracia Noriega
Álvaro, filósofo ovetense
«Mi obra más importante
son los comentarios de Averroes»
Presbítero de la catedral de Oviedo, desarrolló en el siglo XIII en Toledo una fecunda actividad que abarcó el pensamiento, la ciencia, la astrología y los estudios de árabe.
Escribe don Francisco Escobar en florida prosa clerical y decimonónica al comienzo de su trabajo «Álvaro, filósofo ovetense», publicado en 1967, que «no obstante ser tan apretada la nómina de privilegiados en las esferas de la ciencia o de las letras o de las artes, que ornamentan la trayectoria de Asturias en el tiempo, como puede observar cualquier curioso con sólo una somera ojeada al libro de Constantino Suárez, el «Españolito», o a la «Asturias ilustrada», de Trelles, o a la «Biblioteca hispana», de Nicolás Antonio, es un hecho sorprendente, sin embargo, que en el plano filosófico no fue la tierra astur tan fecunda. Tres o cuatro nombres que no es necesario citar, pues cualquier lector los evoca sobre la marcha, son el balance espigado en el florido nomenclátor de aquella tupida nómina». En fin, merece la pena que en Asturias no haya habido filósofos, pues gracias a ello fue posible escribir la magnífica frase que remata el fragmento reproducido.
En 1884 se publica en el almanaque asturiano de «El Carbayón» un artículo de Álvarez Amandi sobre los «Filósofos asturianos del siglo XIX», en cuya introducción viene a decir parecido que don Francisco Escobar: «La provincia de Asturias, suelo fecundo en hijos que antes y ahora ilustraron los anales patrios brillando en las diversas carreras del Estado, en la Iglesia y en la milicia, en la magistratura, en el foro y la política, en la literatura y en diversas ciencias y artes, no ofreció hasta la presente época a la consideración de los que siguen paso a paso la cultura, el intelectual modo de existir de esta región, nombres insignes que revelasen una vida consagrada por entero al estudio y examen de los problemas que se agitan en el estadio de la filosofía». Y cita Álvarez Amandi como asturianos descollantes en «esa ciencia madre en cierto modo de las demás ciencias, porque de ella reciben todas los primeros principios y el método de exposición; de esa ciencia que bastaría ella sola para acreditar a un hombre de sabio, conforme al sentido que esta palabra tuvo en los remotos tiempos, allá en la antigua Grecia», a solo cuatro asturianos, tres eclesiásticos y un seglar: el P. José Cuevas, de Oviedo, jesuita; el P. Joaquín de Jesús Álvarez, de Salas, agustino; el P. Zeferino González, de Villoria (Laviana), dominico, y don Ramón de Campoamor, de Navia, poeta, diputado y gobernador civil, además de filósofo. Por olvido o por la razón que sea, Álvarez Amandi no incluye entre los filósofos de Asturias al imponente don Alejandro Pidal y Mon, filósofo escolástico, ni a don Estanislao Sánchez Calvo, sin duda el más interesante de los filósofos asturianos del siglo XIX. Bien es verdad que por aquel entonces, Sánchez Calvo era más conocido como lingüista, autor de «El eúskaro y sus vestigios en Asturias» y de trabajos de otro tipo como «La idea del derecho en la guerra»; pero acababa de publicar, aquel mismo 1884 del artículo de Álvarez Amandi, «Los nombres de los dioses», aunque con la desconcertante etiqueta de «estudio lingüístico». No obstante, la intención de Sánchez Calvo era fundamentalmente filosófica, y como afirma Clarín a propósito de él, «encontraba en los estudios teológicos y éticos los negocios más importantes del mundo».
Don Francisco Escobar, profesor de Filosofía, retrocede hasta la Edad Media para encontrar en Toledo al ovetense Álvaro, un hombre de tez morena que me dice, un poco a bocajarro:
—¿Sabe usted, Noriega? Si Sócrates hubiera sido moreno, yo sería semejante a él.
—La verdad, no sé qué decirle, monseñor. Nada se opone a que Sócrates fuera moreno, de todos modos. A fin de cuentas, era griego.
—Tiene usted razón. Ahora le toca preguntar a usted.
—Bien. Yo venía a preguntarle por su vinculación con Oviedo en primer lugar.
—Soy de Oviedo y presbítero de la iglesia catedral de Oviedo. ¿Quiere mayor vinculación?
—Sin embargo, en algunos libros en los que se le cita figura usted con el nombre de Álvaro de Toledo.
—Se debe a mi relación con el mundo cultural toledano, y a que viví en Toledo muchos años de mi vida: ahora mismo estoy viviendo en Toledo, por razones puramente profesionales, valga decir. No obstante, en una dedicatoria que hice a la Iglesia ovetense cierto 13 de octubre, primer día de la mansión lunar de Alchiph y de mi cumpleaños, escribo literalmente y de mi puño y letra: «Dedicatio basilice ovetensis. Hic ego natus fui».
—Se le considera a usted como uno de los grandes filósofos del siglo XIII, pero además de filósofo, se le tiene a usted por un científico, acreditado astrólogo y buen conocedor del árabe.
—Sí, es cierto. Y se considera que mi obra más importante son los comentarios «De substantia orbis», de Averroes. Sin saber algo de astrología y la lengua árabe, jamás habría podido escribir estos comentarios. De haber permanecido en Oviedo, ni se me hubiera ocurrido hacerlos. El alto ambiente cultural de Toledo fue lo que me permitió desarrollar de la mejor manera posible mi capacidad intelectual.
—¿Y qué me dice de la protección del arzobispo don Gonzalo García Gudiel?
—Fue fundamental, claro es. Yo le he calificado como de «virtutibus et scientiis abundans», no sólo como expresión de mi agradecimiento, sino porque así era en la realidad. Su gran biblioteca, rica en códices, pasó a enriquecer la Biblioteca de la Catedral de Toledo, de la que yo, y otros, nos nutrimos. Pero además, fue García Gudiel quien me eligió a mí para que expusiera la doctrina de Averroes en unos momentos particularmente delicados para la filosofía cristiana. El averroismo como vía entonces de todas las esferas intelectuales. Sigerio de Brabante lo había introducido en la Facultad de Artes de París asentándose en Averroes conclusiones alarmantes desde el punto de vista de la dogmática cristiana. El propio arzobispo de París, Stephane Tempier, acabó condenando ciento diecinueve proporciones, por averroistas, que alcanzaban al propio Tomás de Aquino. En el fondo de la cuestión latía la rivalidad entre dominicos y agustinos, los cuales arreciaban sus ataques contra Alberto Magno y Tomás de Aquino. Reinaba la confusión entre aristotelismo y averroismo, y, sobre todo, entre el averroismo procedente de Averroes y el procedente de los intérpretes del filósofo musulmán cordobés. En esta situación, don Gonzalo García Gudiel quiso poseer elementos de juicio bien ponderados para adoptar la conveniente postura ante el averroismo, habida cuenta de que Toledo es centro de estudios donde confluyen sabios árabes, hebreos y cristianos. Por tanto, me encargó que expusiera y comentara «De substancia orbis», el tratado más significativo de Averroes.
—¿Por qué le eligió a usted?
Es una cuestión que no me he planteado. Tenga en cuenta que tuve trato con García Gudiel antes de que fuera como obispo para Cuenca, cuando fue sucesivamente en Toledo maestro, arcediano y deán. Al regresar a Toledo como arzobispo me dispensó un trato de confianza. Hacer el comentario de Averroes exigía profundos conocimientos de cosmología, lógica y metafísica. Como él me conocía bien, debió considerar que yo tenía esos conocimientos, más el de la lengua árabe.
—¿Es cierto que en Toledo confluían pacíficamente las tres culturas, la cristiana, la arábiga y la judaica, en un clima de armonía y mutua comprensión?
—Eso es pura demagogia barata. Naturalmente, el árabe experto en Aristóteles o el judío con grandes conocimientos lingüísticos eran respetados. Pero pregunte al aguador árabe o al mercader judío si recibían el mismo trato.
—¿Por qué no fue usted obispo de Oviedo?
—Fui propuesto para la sede de Oviedo en 1276 por el rey don Alfonso X, de cuya Escuela de Traductores soy colaborador, y por don Gonzalo Gardía Gudiel, entonces obispo de Cuenca. Pero aquellos días fueron de gran confusión dentro de la Iglesia, ya que en los primeros ocho meses de 1276 murieron tres papas. A esto se añade que las relaciones entre Alfonso X y Roma eran tensas, por lo que el Obispado de Oviedo recayó en Fredolo, designado por el Papa Gregorio X. Como compensación, unos años más tarde recibí una dignidad eclesiástica, de la que fui investido en Roma el 11 de noviembre de 1279. Pero, créame, no tengo ambición de hacer carrera eclesiástica, por lo que aquí me tiene en Toledo, dedicado al estudio.
La Nueva España ·7 de noviembre de 2002