Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


Gracia Noriega, Bajo las nieblas de Asturias

Ignacio Gracia Noriega

San Bernardo y Chateubriand

¿Qué relación puede existir entre un santo, San Bernardo, que es la personificación del siglo XII, de la Europa de las Catedrales, de las Universidades y de las Cruzadas, y un escritor a caballo entre los siglos XVIII y XIX, nostálgico del «Ancien Régime» y enemigo de las revoluciones? (Fue Chateaubriand quien, como ministro de Asuntos Exteriores de Francia, contribuyó a enviar a los Cien Mil Hijos de San Luis a España para abolir el trienio liberal). Ambos, naturalmente, fueron personajes de una gran proyección sobre su tiempo y los tiempos futuros, y sus creaciones van más allá de sus propias obras. La reforma del monacato medieval fue de una importancia tal que llega a nuestros días, en el sentido de que, en medio del «ateísmo de masas», promovido por el capitalismo y la socialdemocracia complaciente, todavía algunas comunidades cistercienses son oasis de paz y de cultura. Chateaubriand, por su parte, introduce el Romanticismo en la neoclásica Francia. Desde luego, el Romanticismo francés no se aproxima en hondura y calidad al alemán ni al inglés, y, por desgracia, fue el que nos llegó a España; porque España, en materia cultural, siempre fue afrancesada, hasta hace unos veinticinco años, cuando se volvió anglosajonizante. Chateaubriand no trajo de su viaje a América el gran éxito geográfico que perseguía, el descubrimiento del paso del Noroeste, pero sí las grandes descripciones de la Naturaleza en estado salvaje, de los inmensos bosques y ríos, y de la vida de los indios, que consideraba paradisiaca. De este modo, Chateaubriand da entrada en la literatura europea a los escenarios exóticos, cosa que había intentado Bernardin de Saint-Pierre con «Pablo y Virginia», de forma harto blandengue, y desplaza la moda medievalizante impuesta por las novelas de Walter Scott. Monacato y Romanticismo son dos expresiones del espíritu europeo. El Romanticismo americano, salvo en los Estados Unidos, donde hubo una figura genial, Edgar Allan Poe, es imitación afrancesada. En realidad, Chateaubriand venía del clasicismo, alcanzó la altura romántica de escritores, como Leopardi, Novalis, Pushkin y William Blake, y fue una figura literaria de enorme interés, y de duradera influencia, no sólo en el aspecto literario, sino también en el político.

San Bernardo y Chateaubriand eran dos espíritus religiosos. Pero el cristianismo de la época de San Bernardo era muy distinto del de la época de Chateaubriand. Éste pretendió hacer una obra, «El genio del cristianismo», publicada en 1802 que fuera, en literatura, el equivalente de las catedrales góticas. Hoy, la retórica de «El genio del cristianismo» ha envejecido en todos sus aspectos. Chateaubriand pretendía equipararse a Aurelio Prudencio Clemente y a Dante, pero eso ya era imposible a comienzos del siglo XIX, cuando Napoleón Bonaparte liquida los rescoldos de la Revolución francesa. Chateaubriand escribe esta obra, en la que exalta, entre otras cosas, la castidad y el amor conyugal, cuando deja de mantener amores con la condesa de Beaumont para iniciarlos con Julieta Recamier, ambas relaciones extramatrimoniales. Esto, por supuesto, no habría quitado méritos a «El genio del cristianismo», de haber podido conservarlos.

Pero sobre la austeridad de San Bernardo y la biografía aventurera de Chateaubriand late el mismo espíritu. Son ambos dos exponentes del gran espíritu europeo, bien que San Bernardo en la época de plenitud, y Chaleaubriand en la de la decadencia: porque la luminaria de Napoleón anunciaba un nuevo mundo sobre las ruinas del viejo. Chateaubriand aborrecía a Napoleón por lo que tenía de progresista y de heredero de la Revolución francesa. En realidad, el gran Corso siempre se consideró a sí mismo como un militar republicano.

San Bernardo, recogiendo la gran efervescencia europea de los siglos XI y XIl, da un paso de gigante al acometer la reforma del monacato. Aunque San Bernardo presenta aspectos de místico, se comportó corno un hombre de acción. Es un monje que nunca fue otra cosa que monje, pero que, desde Claraval, irradia su enérgica influencia sobre sus hermanos de religión y sobre el mundo, sobre el Papado y sobre el Imperio, sobre los constructores de catedrales y sobre los guerreros que, revestidos de hierro, marchaban hacia las tierras soleadas del Levante a rescatar el Santo Sepulcro y a abrir nuevas rutas comerciales. Este monje meditativo, que extrae del «Cantar de los Cantares» el material para sus sermones más hermosos, fue también un hábil político y diplomático, y un teórico militar, autor del «Libro en alabanza de la nueva milicia», donde define a la orden de los templarios a petición de su gran maestre, Hugo de Payens. San Bernardo no concebía una Iglesia desarmada y poniendo la otra mejilla ante el acoso islámico. Al enemigo no se le convence con sermones; con sermones sólo se reafirma la fe de quien está convencido.

San Bernardo es Europa, su espíritu es europeo. Ahora que tanto se habla de una Europa mezquina, conviene tener en cuenta a quienes concibieron una Europa grande y gloriosa. Nos sonroja que los señores Solana y Piqué vayan a negociar y les den con la puerta en las narices: porque ni son nadie, ni representan nada. A San Bernardo nadie le daba con la puerta en las narices, y no llevaba otra carta de presentación que su hábito de monje. En él confluyen la Catedral y la espada, la poesía refinada del «amor cortés» y el culto a la Virgen. Estamos en esa Edad Media «delicada y enorme» a la que se refirió Verlaine con invencible nostalgia. San Bernardo es Europa. Nos agrada poder decir que Europa (no la de hoy, naturalmente) es el sueño de un rey, de un santo y de un poeta. Pues esa Europa no sería concebible sin Carlomagno, sin San Bernardo, sin Dante. Sencillamente, no podría ser.

San Bernardo dio enormes pasos hacia delante. En cambio, a Chateaubriand no le quedó otro remedio que darlos hacia atrás. Al vizconde le toca vivir en su juventud la Revolución francesa: muere en 1848, cuando la revolución encendía Europa. Su último libro publicado en vida (porque dejó las «Memorias de ultratumba» para después de su muerte, para hacer honor al título) fue la «Vida de Rancé»: biografía de un monje, reformador de La Trapa.

Las relaciones entre San Bernardo y Chateaubriand van más allá de la pura coincidencia. No deja de ser coincidencia, de todos modos, que acaben de aparecer dos biografías, «San Bernardo o el Medievo en su plenitud», de Santiago Cantera, y «Chateaubriand o un espíritu incorrecto», de Mario Soria, ambas publicadas por la misma editorial, Criterio/Libros, de Madrid. Recientemente he leído una buena biografía de San Bernardo, por Daniel Rops: esta obra de Cantera le sirve de complemento. Respecto a Chateaubriand, ya hemos apuntado los aspectos novelescos de su vida. Son, pues, dos libros muy recomendables, amenos y une bien hechos.

La Nueva España · 15 febrero 2003