Ignacio Gracia Noriega
Jornada de San Martín
San Martín, cuya festividad se celebra en el centro del dorado otoño, es uno de los santos más populares de Asturias, y digo yo que de toda tierra de «cristianos viejos», en la que se celebra el «hermoso cerdo». Su culto está vinculado a la gastronomía, a las primeras matanzas del cerdo, y su nombre va tan asociado a esa matanza o «matancia» que corre el refrán, ciertamente estimulante, de que a cada «gochu» le llega su «sanmartín». Por este camino, el nombre del santo se ha incorporado al habla rural asturiana, significando «sanmartín», según recogen María Rosario Piñeiro y Jesús Neira en su diccionario de los bables, la época de la matanza del cerdo, la faena de la matanza y la carne de la matanza. Y «sanmartinar» o «samartinar» es matar el «gochu», cosa que antes se hacía en la aldea, siguiendo un ritual muy antiguo, y ahora ha de efectuarse obligatoriamente en los mataderos municipales y comerciales, con toda clase de garantías higiénicas y sanitarias, como si se tratara de una ejecución en Tejas. San Martín es uno de los tres santos gastrónomos del calendario rural asturiano, y los tres, en el centro de Asturias, se encuentran unidos al tradicional y sabroso «pote de nabos», que se come en Sotrondio por San Martín, en La Foz de Morcín por San Antón y en Proaza por San Blas. El propio San Martín, si hemos de creer lo que escribe John Ruskin en «La Biblia de Amiens», era un entendido gastrónomo que «experimentaba gran placer con la comida y con la agradable compañía». Ser gastrónomo contribuyó, sin duda, a la formación de su carácter, sosegado y tolerante, según Ruskin: «San Martín no contraria a nadie, no gasta una palabra de exhortación desagradable, comprende en la primera lección que le da Cristo que las gentes no bautizadas pueden ser tan buenas como las bautizadas si tienen corazones puros; él ayuda, perdona, consuela (sociable hasta partir la capa de la amistad) lo mismo al mendigo que al rey; él es el dueño de una honrada misión; el olor de vuestro pavo de San Martín es agradable a su nariz y sagrados son para él los rayos del verano que se va. Y de un modo u otro, cerca o lejos, los ídolos caen delante de él y los dioses paganos se desvanecen».
Por lo que dirían los druidas a sus seguidores esta advertencia calderoniana: «Cuídate del agua mansa». Pese a que San Martín, por su profesión, no era manso, sino soldado, y soldado de Roma. Por ello es natural que figure entre los grandes personajes del santoral europeo; porque Europa no sólo procede de Roma, sino que, como afirmaba Valle-Inclán; todo lo moderno de Europa es lo viejo de Roma. San Martín de Tours es figura histórica bien documentada, aunque para que sea más cosmopolita europeo no era de Tours, sino de Sabana de Panonia, donde habría nacido hacia el año 316. Su padre era tribuno militar. con destino en Pavia. A los 10 años se hizo cristiano y optó por la vida solitaria, pero debido a un decreto del emperador, que animaba a los hijos de los soldados veteranos a alistarse, Martín fue obligado por su padre a ingresar en el ejército, y destinado a Amiens, cierta noche de rudo invierno, con fuerte nevada y ásperos vientos, encontró a un mendigo que temblaba de frío, por lo que, sacando su espada, partió en dos su capa y le entregó al medio congelado la mitad. Este gesto demuestra la caridad de Martín y su sentido común, porque de haber sido un santo a lo Tarzán, hubiera regalado la capa entera. Convirtió al cristianismo a su madre, mas con la resistencia militar de su padre no pudo. En el año 362 levantó el primer monasterio de las Galias en Ligugé, y en el 371 fue elevado a obispo de Tours. Tuvo el poder de realizar milagros según su criterio.
San Martín está muy presente en la toponimia asturiana y su culto se extiende por toda la región; Joaquín Fernández le coloca entre los santos sanadores. Por San Martín, nos recuerda Enrique Rendueles en «Liturgia popular», «termina el año agrícola, se pagaban renta y foros, se abrían y cerraban las servidumbres». Este año, por San Martín, la luna llena da esplendor a la noche.
La Nueva España · 13 noviembre 2003