Ignacio Gracia Noriega
Marguerite Yourcenar
No creo en la existencia de una literatura femenina, o mucho menos, feminista, aunque, de ser el sexo categoría literaria, Marguerite Yourcenar figuraría al lado de las más grandes escritoras, junto a Jane Austen, las Bronte (sin excluir a Ann), Elizabeth Barret Browning, Virginia Woolf, Selma Lagerlöf o Sigrid Undset. Bien es cierto que la tendencia del escritor es a escribir sobre lo que mejor conoce, y del mismo caso que Joseph Conrad escribía sobre el mar y los marinos, Frank Slaughter lo hacía sobre médicos (por citar dos casos característicos aunque muy distintos: sólo en lo que se refiere a la «profesionalización» es posible colocar juntos, sin que chirríen, al gran Conrad y el aseado Slaughter, impasible fabricante de best sellers y otros productos igualmente industriales), y, en esa línea, muchas mujeres (incluidas las que lleva Garci a «Qué grande es el cine») se creen en la obligación de hablar o escribir sobre mujeres cada vez que abren la boca o toman la pluma. Las mujeres a las que merece la pena leer, por cierto, escribían con pluma, a ser posible de oro, como la que le regaló Denys Finch-Hattan a la baronesa Karen Blixen, antes de que fuera Isak Dinesen, cierto día que la encontró paseando con pamela y mucha voluntad por las inmensidades de África; de hecho, Blixen dejó de ser Blixen para ser Dinesen después de haber recibido aquella pluma. Y para los hombres vale lo mismo: no se escribe igual con pluma que con esos aparatos que se llevan ahora, y que están en todas las oficinas y aparecen en todas las películas policíacas. En casas en las que antes no había un solo libro, ahora hay el inevitable ordenador. Qué cosas logra la «sociedad de consumo».
Marguerite Yourcenar no escribía premeditadamente como mujer, sino como excelente escritora. Sus novelas, sus cuentos, sus ensayos son prodigios de elegancia y de elocuencia; también de erudición. Le gustaba mirar hacia atrás, echar miradas profundas al pasado para traerlo al tiempo presente y reflexionar sobre él. Su novela «Memorias de Adriano» le dio fama y lectores. No es, en mi opinión, su mejor novela, pero sí una novela sólida, que hasta salió sin demasiado daño de los elogios que hizo de ella Felipe González. Las novelas ambientadas en la Roma imperial suelen tener una tendencia arqueológica, aunque la arqueología de Yourcenar no es tan meticulosa como la de Sienkiewicz o Edward Bulwer Lytton (de quien, por cierto, se cumple el segundo centenario de su nacimiento, y es quien, con «Los últimos días de Pompeya», inaugura el género de «novelas de romanos», al que pertenece «Memorias de Adriano», con todas las salvedades que se quiera).
Podría decirse que Marguerite Yourcenar es una autora de novelas históricas, ya que no sólo visitó la Roma de Adriano, sino también la Europa del siglo XVII, el mundo clásico con una incrustación evangélica («Fuegos»), el mundo oriental («Cuentos orientales», que se desarrollan tanto en la India como en China, como en ese Oriente más próximo y más inquietante, que sobrepasa Grecia y sólo se detiene en los Balcanes) o la Roma mussoliniana, sobre la que resuena, como en la gran caracola de un teatro semiderruido, la Roma de los césares y las ruinas; o bien el aroma de decadencia austrohúngara que se percibe en las páginas marmóreas de «Alexis o el tratado del inútil combate», en las que hay salpicaduras sobre el escritor y el arte de escribir: a fin de cuentas, Alexis, en la novela, escribe una carta, por lo que no es extraño que señale que «nuestras obras representen un período de nuestra existencia que hemos pasado ya, en la época en que las escribimos» o «las palabras sirven a tanta gente que ya no le convienen a nadie». En mi opinión, su mejor novela es «Opus nigrum», o, mejor aún, las tres novelas incluidas en el volumen «Como el agua que fluye», una de las cuales contiene el germen de «Opus nigrum». Y habría que hablar también, para completar la imagen de Yourcenar, de su aportación como ensayista, recopilada en volúmenes como «A beneficio de inventario», «Peregrina y extranjera», «El tiempo, gran escultor», «¿Qué? La Eternidad».
Marguerite Yourcenar nació en Bruselas en 1903, de padre francés y madre belga. Viajó por Europa y Oriente Medio, antes de establecerse en Maine, EE UU. Fue la primera mujer que ingresó en la Academia Francesa. Con este motivo, Jean D'Omerson dijo en su discurso de bienvenida que si algo la caracterizaba era la altura, la elevación. Murió en 1987, pero sus libros ahí siguen, vivos.
La Nueva España · 2 diciembre 2003