Ignacio Gracia Noriega
La jornada del rey Melchor
Este año fui a pasar la Noche de Reyes a Cangas de Onís. Lucía luna llena recortando las cumbres de las montañas y sobre el cielo oscuramente azul brillaban algunas estrellas. En la lejanía se veían las luces apiñadas de las aldeas altas. Esto es la Navidad: luces y campanas. Pero el valle estaba oscuro y silencioso.
La Noche de Reyes me trae una tristeza suave pero inevitable. Se acaban las Navidades y nos adentramos en el crudo y lento invierno. Shelley se preguntaba: si llega el invierno, ¿estará lejos la primavera? Y esto es lo malo, que una vez pasado el invierno, llegará y pasará también la primavera, y vendrá el aborrecible verano, con sus multitudinarias turbas de calzón corto, y con ellas los mosquitos, el calor, el polvo, el sudor y el ruido. Y como escribe Henry W. Longfellow, «llegó y pasó el otoño, y lo mismo el invierno», y volverá y pasará la Navidad, y entonces seremos un año más viejos y el mundo en que vivimos, el antiguo mundo al que estamos acostumbrados, será más moderno y estará más degradado.
Por estas montañas acaba de pasar un meteorito. ¿Sería la estrella que guió a los Reyes Magos desde sus lejanos observatorios astronómicos de Caldea? No se crea que ésta es la única estrella móvil que aparece en las Escrituras; en Génesis, 15,17, después de haber establecido Abraham un pacto con Yahvé, «sucedió que puesto el sol, y ya oscurecido, se veía un horno humeando y una antorcha de fuego que pasaba por entre los animales divididos». Aunque la estrella de los Magos, que en realidad no era una estrella sino la triple conjunción de Júpiter y Saturno a su paso por Piscis, fue identificada por Kepler el año 1606. Como las conjunciones triples de los planetas se producen cada doscientos cincuenta y ocho años, el ilustre astrónomo calculé que el nacimiento de Cristo hubo de producirse siete años antes del nacimiento de Cristo. Este triple conjunción era visible en Persia y Mesopotamia en las horas que precedían al crepúsculo. Como en aquellos tiempos se solía viajar de noche, la estrella fue guiando a los Magos durante treinta y tres días, según las leyendas damascenas. La estrella era roja, y una vez que se detuvo sobre el portal de Belén, estalló en una flor de luz, en un espectáculo luminoso como de fuegos artificiales, y según el lapidario de Teodoros Angelis, sus fragmentos eran rubíes. Los tres Magos vestían recamados mantos. Según Valle-Inclán, el de Gaspar era de púrpura de corinto, el de Melchor de púrpura de Tiro y el de Baltasar de púrpura de Menfis. Los tres adoradores tan lujosamente vestidos colocaron ante la tumba del Niño recién nacido dones de oro, incienso y mirra. Según Beda el Venerable. «el primero de los Magos fue Melchor, un anciano de larga caballera cana y luenga barba. que fue quien ofreció el oro, símbolo de la realeza divina. El segundo, llamado Gaspar, joven imberbe, de tez blanca y rosada, honró a Jesús ofreciéndole incienso, símbolo de la divinidad. El tercero, llamado Baltasar, de tez morena («foscus»), testimonió ofreciéndole mirra, que significaba que el Hijo del hombre debía morir». Pues la mirra se empleaba para el embalsamamiento de los cadáveres. Unos granos de esa mirra se conservan en el monasterio del monte Athos, según una piadosa leyenda.
Los Reyes Magos, sólo citados en el Evangelio de San Mateo (2,1:12), en número indefinido y sin que se precisase sobre ellos otra cosa que su condición de magos o sabios, pronto adquirieron un valor simbólico, representando tanto las edades humanas (el viejo, el maduro, el joven) como el mundo conocido (el europeo, el asiático, el africano). Dos de los mayores teólogos de los comienzos del Cristianismo les prestaron atención: Orígenes fija su número en tres, y según Tertuliano, además de magos eran reyes.
En Cangas vemos a Gaspar, tan jovial como siempre. Antes de ir a cenar con Isabel y Moro al Acebeu, vamos a tomar unos vinos a La Sifonería. Sale en ese momento el Alcalde con acompañamiento y nos deseamos mutuamente un año nuevo venturoso y feliz. La Noche de Reyes es la única que el Rey Melchor no está en La Sifonería. Anda por Cangas, visitando a los enfermos, repartiendo ilusión y riñendo a los niños que no creen en los Reyes Magos. El Rey Melchor, con su cara redonda y su barba gris, disfruta esta noche como si fuera un niño. Hay que volver a ser niño para aprender a ser viejo. Los niños ya se han ido para sus casas, pero Melchor continúa por las calles de Cangas, como mago de guardia, con las alforjas abiertas. Y al regresar nosotros a casa, recibimos nuestro regalo de Reyes: un cervatillo cruza la carretera bajo la luna llena, a la salida de Soto, se detiene a mirarnos y se interna, ligero como un sueño, en el bosque.
La Nueva España · 16 enero 2004