Ignacio Gracia Noriega
Richmal Crompton y los niños normales
Realmente, con las novedades que pasan en los «tiempos nuevos», está perdiendo uno la capacidad de escandalizarse, pero, aun así, a veces se escuchan cosas que, cuando menos, resultan sorprendentes. Será porque no soy lo suficientemente moderno. Pero cuesta ver por TV, a mí al menos me cuesta, a niños sabios interviniendo en el programa de Sánchez Dragó y contestando a las preguntas que les hizo ese conocido budista televisivo. Entre otras cosas, el budista -¿o es sintoísta? ¿o hinduista?: con tal de no ser como los demás, cualquier cosa puede ser- interrogó a los niños sobre la otra vida. ¿Qué piensan los niños sobre la otra vida? ¡Si todavía no saben en qué consiste ésta, van a estar preparados para responder sobre la otra!
Pero una niña linda y rubia (¡cómo no!), y de lo más repipi (porque los niños no llegan a pedantes: son repipis o, sencillamente, insoportables), contestó con el mayor desparpajo que ella no creía en la otra vida y que el equivalente de la otra vida es pasarlo lo mejor posible en ésta. Qué pena de niña, con lo guapa que era. Porque una niña que no cree en la otra vida tampoco puede creer en los Reyes Magos, ni en el portal de Belén, ni en los cuentos de hadas ni en la Navidad. Para ella no habrá otro mundo que aquel en el que naufragaron sus padres, seguramente laicos, cultos (con la cultura programada por los suplementos literarios de los periódicos de Madrid), progresistas, deportistas, preocupados por el colesterol (a fin de cuentas, si no hay otra vida, el infierno es el colesterol) y es bastante probable que divorciados: en una palabra, los personajes habituales de las películas perfectamente gamberras del actual cine español.
Que dejen a los niños en paz, por favor. Que no los pongan a ser mayores antes de tiempo. Tiempo habrá de sobra para que se aburran de ser mayores Que se tenga en cuenta que hay un tiempo para amar y otro tiempo para morir, y debiera haber un tiempo para ser niños. Antes, cuando menos, lo había, y por eso algunos recordamos la infancia como un fastuoso palacio con los suelos empedrados con joyas de colores: «La infancia, ese jardín que abandonamos sin saberlo», que escribió Luis Cernuda. Si a los niños de ahora, después de explicarles educación sexual y reducirles la ración de huevos fritos a uno por semana, por si el colesterol, encima se les dice que no hay otra vida, ¿qué les queda entonces? ¿Qué les quedará de mágico, de misterioso, de sorprendente? ¿Ir a los supermercados, a ver cómo las vacas producen leche en cajas de cartón?
¡Qué mundo les aguarda! Cada vez más jóvenes empiezan a ser esclavos de la técnica. Ya no hay caballos de cartón ni trenes eléctricos, ni el revólver Cok y la estrella del sheriff (este último juego, absolutamente reprobable, por violento, y porque el niño se pone de parte de la justicia), sino ordenadores, videoconsolas y teléfonos móviles para llenar el mundo de mensajes tontos. Los niños de ahora saben manejar el ordenador antes de aprender a escribir. El día menos pensado descubrirán que, del mismo modo que no hay otra vida, tampoco es necesario saber escribir.
No sé, no sé. No sé lo sensato que puede resultar un mundo con niños informatizados y ateos y padres uniformados, igualados por el Gran Hermano que ya no está controlando con su ojo inmenso a que nada se le escapa. Antes procuraba controlarnos la Policía, pero ahora puede controlarnos todo el mundo: hasta las empresas que contratamos pueden hacer uso de los datos privados de que disponen.
No dudo de que los niños sientan que no hay otra vida. ¿Cómo puede haberla, si no leen? Hay ordenadores, pero ¿dónde están Verne, Salgan, Stevenson, Kipling, Karl May? Hay películas de monstruos y explosiones, pero ¿dónde están las grandes películas de aventuras en estado puro, «Su Majestad de los mares del Sur», «Su alteza el ladrón», «Scaramouche», «Más allá del Missouri», «Robin de los Bosques»? ¿Dónde está Guillermo Brown, con Douglas, Pelirrojo y Enrique, .sus amigos, y «Jumble», su perro, y sus enemigos, las gentes de orden, los cursis como su hermana Ethel, el empollón de turno y el pastel de arroz? Admirable señora Crompton, que con sencillez y buen humor supo hacernos más niños cuando lo éramos, a través de Guillermo conquistador, pirata. proscrito, rebelde, genial, incomprendido o en apuros y que, al cabo de muchos años, siempre a través de un Guillermo que continúa tan niño como cuando lo leímos por primera vez, nos recuerda la magia, la vivacidad, el encanto, la ternura y la anarquía que constituyen la infancia.
La Nueva España · 5 febrero 2004