Ignacio Gracia Noriega
Elogio de Montaigne
Un hermoso artículo de Francisco Sosa Wagner sobre Montaigne me anima a volver a escribir sobre lo mismo, más que nada porque es necesario. No es ésta la primera vez que yo escribo sobre Montaigne en estas páginas. En esta «era argentina» de escandaloso descalabro y almoneda de toda clase de valores culturales y humanos, y de desprecio y rechifla hacia las causas nobles y los gestos generosos, bueno es que cuando menos nos quede Montaigne, el «Señor de la Montaña», como decía Quevedo (otro de nuestros consuelos), y los clásicos, aquellos a los que él leyó (griegos y latinos, principalmente), y a los que no pudo leer, como Baltasar Gracián, con quien acaso se hubiera entendido, después de mucha suspicacia por parte del jesuita.
Asegura Sosa Wagner que descubrió a Montaigne a través de José Pla: otro sabio. Pla confiesa: «De (Montaigne) he aprendido cuanto sé, muy poco, pero sin su lectura no sabría absolutamente nada, ni podría valorar nada». Hoy, que se valora todo lo deleznable, que incluye la degradación de la persona humana para encaminarla, por la vía del hedonismo, del socialismo y del pansexualismo, de nuevo hacia la caverna en la que está agazapada la bestia, es un placer, y en cierta medida una obligación, volver a escribir sobre Montaigne: uno de aquellos admirables individuos que entendieron que la cultura no es otra cosa que la reafirmación del hombre frente al animal: el alejamiento del animal y de los instintos primarios. Montaigne juzgaba al hombre con escepticismo, acaso con poco entusiasmo: «Justo es reconocer que el hombre es cosa pasmosamente vana, ondulante y varia, siendo difícil fundar sobre él un juicio constante y uniforme». Cualquier tipo de dogmatismo renuncia a considerar al hombre. Por ello, Montaigne no va más allá del individuo que tiene más a mano: él mismo y, por tanto, reconoce que se pinta con «mis imperfecciones, mi manera de ser ingenua». Éste es el tema de sus ensayos: él y sus lecturas. Una multitud le hubiera parecido, lo mismo que a Chateaubriand, «como un vasto desierto de hombres».
Michel de Montaigne (1533-1592) fue hombre muy de su época, lo que le permite serlo de todas, y llegó a ser elegido alcalde de Burdeos; mas hemos de añadir que fue elegido encontrándose ausente de la ciudad, y que su primera intención fue la de rechazar el cargo: tan sólo al ser elegido por segunda vez no le quedó más remedio que aceptarlo. Siendo de tierra de tan buenos vinos, ha sido el hombre de su época más entendido en aguas, con las que procuraba combatir unos cálculos de lo más bellacos; y de su peregrinación en busca de aguas que le aliviaran resultó un diario de viajes por Suiza, Italia y Alemania, delicioso. Su punto de vista es aquí, al igual que en los Ensayos, lúcido, agudo e independiente: por ejemplo, dice de Baden que «es una buena nación, sobre todo para los que se adaptan a ella».
Giuseppe Tomasi di Lampedusa, el autor de una de las más hermosas novelas del siglo XX, «El Gatopardo», era un gran admirador de Montaigne, a quien consideraba como «la naturaleza misma en estado puro» (Montaigne siempre tuvo influencia sobre escritores a los que merece la pena leer: en España sobre Azorín, sobre Baroja, sobre Pla; Shakespeare poseía un ejemplar de los Essais en el que está estampada su firma, una de las cinco firmas del autor de «Macbeth» que se conservan; y Quevedo, que tiene bastantes lecturas comunes con Shakespeare, también estimaba al «Señor de la Montaña»). Señala Lampedusa el rasgo definitorio de Montaigne: la libertad de espíritu: «Libertad absoluta en el sentido de que no se somete al yugo de «no-se-debe-creer». Montaigne siente la misma poca estima por la divinidad que por la diosa Razón», añade. A Montaigne no le gustan los dogmas; tampoco las novedades: «Me repugna la novedad, sea el que sea su semblante, y tengo razón, pues he visto efectos de ella muy dañinos».
Los clásicos griegos y latinos son su magisterio y su refugio: «Cuando veo estas buenas formas de explicarse, tan vivas, tan profundas, no digo que eso es bien decir, digo que es bien pensar». Y opina que «los grandes ingenios transforman el idioma, no aportando nuevas palabras, sino enriqueciendo las que ya existen».
Pocos escritores tan simpáticos como Montaigne. Amaba los libros porque decía que se puede conversar con ellos. ¿Cómo no vamos a leer continuamente los «Ensayos» si nos permiten charlar inagotablemente con su autor?
La Nueva España · 7 julio 2004