Ignacio Gracia Noriega
El guirria en el río Alisle
No puede decirse que la Navidad de 2004 haya sido un éxito. Hubo menos iluminación, menos gente por las calles y prácticamente no hubo villancicos, lo que supone un éxito muy estimable de la pedantería laicista y de la pedantería higienista y dietética, y, en general, del Gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero, en el que predominan los asténicos, encabezados por Rubalcaba y Fernández de la Vega. Shakespeare, de haber tenido la desdicha de conocerlos, hubiera dicho de ellos lo que Julio César dice de Casio: «Los preferiría más gruesos». Demolida la religión por el ministro Moratinos, que ha descubierto que el cristianismo nada tiene que ver con «Europa», la salud, el dinero y el sexo se han convertido en los únicos valores apreciables de la nueva sociedad, habida cuenta que el alcohol y el tabaco están prohibidos con frenesí propio del histerismo y perseguidos como si usar de ellos incitara a la delincuencia.
Por si fuera poco, los «científicos» han descubierto que respirar en una iglesia es mucho peor que hacerlo en una «discoteque»; además, en las iglesias se reparte vino. A este paso, la gente cada día va a estar más sana, pero también, y no lo olvidemos, más limitada y coaccionada en sus libertades individuales.
Las durísimas medidas restrictivas contra el alcohol desaniman a los conductores a salir de casa, cuando todo el mundo sabe, y el Gobierno también lo sabe, que el conductor peligroso no es el que sale de una taberna o de un restaurante, sino el que anda de movida a las tantas de la madrugada. Pero si quieren acabar con la industria vinatera, y piensan que lo que pierdan de impuestos vinícolas van a compensarlo con multas, allá ellos. Yo tan sólo constato el hecho de que los restaurantes, la noche de fin de año, estaban casi vacíos, y todo el mundo le tiene más miedo a los controles de carretera que a la Gestapo.
Sin embargo, en San Juan de Beleño siguen saliendo el guirria y los aguinalderos, debido sin duda a que estas fiestas que enlaza el ciclo de Navidad (los aguinalderos) con el de Carnaval (el guirria), como no tiene nada que ver con pedanterías modernas y burocráticas y sus orígenes se sumen en la noche de los tiempos, está libre de amenazas estatales. Naturalmente, esta fiesta está en trances de desaparición, lo mismo que el mundo rural al que pertenece, y tal vez dentro de unos años ya no haya la oportunidad de asistir a algo que acaso se remonta al Neolítico. Pero es precisamente su entorno rural lo que la protege ahora, en tanto que la Navidad corre serio riesgo de desaparecer. ¿Por qué motivo? Porque al celebrarse la Navidad en ámbitos, su colaboración se ha trasladado últimamente del templo a los grandes almacenes, y el fervor, la piedad y la poesía han sido sustituidos por el consumismo a palo seco, mondo y lirondo. Además, ya sabemos que respirar en los templos, a causa de las velas y del incienso, es peligroso, en tanto que respirar el humo de los porros debe ser la cosa más sana de la modernidad. Porque en la muy militante campaña emprendida contra el tabaco y el alcohol, nadie ha dicho una palabra contra la droga. Al conductor que ha bebido un par de copas le cae el pelo, pero otro puede ir drogado hasta las orejas y si no ha bebido, puede seguir adelante.
Volvamos al guirria. No es San Juan de Beleño el único lugar en que se celebra este festejo antiquísimo. Los guirrios, zamarrones, sidros, etcétera, eran habituales en las aldeas y «caleyas» asturianas entre Navidad y Carnaval, pero se fueron extinguiendo, al tiempo que el mundo rural se desvanecería: el guirria de Beleño es un extraño y feliz caso de supervivencia. En el valle de Iguña, en la montaña santanderina, se celebra la fiesta de la Vijanera o Viejanera el día de Reyes, que Julio Caro Baroja considera «muy semejante a la de los guirrios», dentro de lo que se pudieran denominar «danzas salvajes». No puedo hablar de otras fiestas parecidas por no haberlas presenciado personalmente; pero leyendo el hermoso libro «Crónicas del poniente castellano», de Avelino Hernández, Miguel Manzano e Ignacio San, encuentro la descripción de una fiesta de invierno, celebrado en Riofrío, en la cuenca de Alisle en la que, por una parte, participan personajes llamados los Diablos, que ejecutan labores que recuerdan a las del guirria (van cubiertos de pieles de animales, bailan con todas las bailadoras, dan saltos sirviéndose de pértigas, etcétera) y por otra, unos personajes fijos (el Galán, la Madama, el del Tambor, y dentro de otra facción llamada de los Filandorros, el Molacillo, el Ciego, la Gitana y la Filandorra), que parecen sacados de una «comedia de sidros». Estos personajes representan un drama, siempre el mismo, en el que intervienen los Diablos o Carochos, con sus máscaras y cencerros. En esto se diferencian de la fiesta de Beleño, donde el guirria va por su lado y los aguinalderos por el suyo, sin mezclarse.
La Nueva España · 9 de enero de 2005