Ignacio Gracia Noriega
Julio Rodríguez
No esperaba la muerte de Julio Rodríguez entre las malas noticias de este año que acaba de comenzar, ni que fuera la suya la segunda necrológica que he de escribir después de la del entrañable Marino Busto, ¡en tan sólo nueve días! Ni siquiera sabía que estuviera enfermo, aunque lo estaba de cuidado, según me enteré leyendo el sentido artículo necrológico que le dedica Javier Neira. Según este artículo, Julio Rodríguez había perdido mucho peso (él, que siempre fue más bien delgado) y mucho pelo. Mal asunto. Pero, según Neira, hace todavía un mes estaba muy animado. Se conoce que tener ánimo no basta para imponerse a la terrible enfermedad que había hecho presa en él. Pero con buen ánimo y con sentido del humor, que tampoco le faltaba, se sobrellevan mejor las enfermedades, los desengaños, las zancadillas y hasta ser rector de Universidad, que es oficio duro y no siempre recompensado, como sabe de sobra Teodoro López-Cuesta, rector de la Universidad de Oviedo por antonomasia, y hombre también animoso y con sentido del humor, aunque, como dice a veces: «Pero es que llevar las bofetadas continuamente en la misma mejilla a veces cansa y otras veces duele». Los rectores de Oviedo que conocí y con los que tuve y tengo amistad –Caso y Julio Rodríguez, lamentablemente desaparecidos, y Teodoro López-Cuesta y Juanín Vázquez, felizmente entre nosotros– fueron en el desempeño de sus labores rectorales personas entusiastas y animosas, y con el espíritu y buen ánimo suficientes como para no desanimarse ni siquiera en las circunstancias más adversas.
Conocí a Julio Rodríguez antes de que fuera elegido rector. Era hombre simpático, culto, con una sonrisa que podía interpretarse como su tarjeta de presentación y la mirada melancólica. También era hombre expeditivo, que tenía las cosas claras, los objetivos definidos y las ideas firmes. Había formado, en la Universidad de Oviedo, un equipo de gobierno muy compenetrado y muy unido: yo solía coincidir con ellos en diversos restaurantes del centro de Oviedo, y siempre resultaba grato echar una parrafada con Julio Rodríguez o con Moisés Llordén antes o después de comer. En cierta ocasión un amigo mío, vinculado a México, me pidió que le presentase a Julio Rodríguez, porque tenía la pretensión de establecer una serie de relaciones de carácter cultural entre la Universidad mexicana de Guadalajara y la Universidad de Oviedo. Julio Rodríguez le recibió inmediatamente y escuchó sus proyectos; luego, el proyecto no llegó a realizarse, pero no por falta de atención, de interés y de disponibilidad por parte del rector de la Universidad de Oviedo.
Julio Rodríguez gozaba de fama de ser conservador en asunto político. Si ser conservador es tener sentido común, como él lo tenía, confieso que me parece mejor ser conservador que cualquier otra cosa. Un conservador con las ideas despejadas y con espíritu liberal no es desdeñable, porque en España, de donde la palabra «liberal» procede y ha pasado a otras lenguas, la flor del liberalismo crece raquítica y llena de complejos. Lamentaba aquel gran liberal que fue don Benito Pérez Galdós que, «por desgracia, nuestro país no es liberal ni sabe qué es la libertad». Bien lo demuestra prefiriendo la faramalla demagógica. Neira recuerda no sólo la falta de apoyo, sino la animosidad del partido de aspecto más conservador contra Julio Rodríguez. Pero es que este partido no sólo se esfuerza por no parecer conservador (ahí el «glorioso ejemplo» de Ruiz-Gallardón), sino que desprecia a los verdaderos intelectuales, en tanto que en el partido de «centro izquierda» basta con haber leído a Alberti y a María Zambrano, como denuncia Gustavo Bueno, o ser Miguel Ríos para ser intelectual con todas las bendiciones. Con la muerte de Julio Rodríguez, asturiano, si no por nacimiento, por derecho adquirido, pierde Asturias uno de sus intelectuales auténticos, y la Universidad, uno de sus buenos rectores. Y muchos asturianos perdemos un amigo.
La Nueva España · 21 de enero de 2005