Ignacio Gracia Noriega
Virginia Mayo y Agustín González
Con escasos días de diferencia, han muerto dos entrañables figuras del cinematógrafo. Nunca se van solos. Virginia Mayo, que pertenece al más hermoso cine del pasado, el poema épico y el cuento de hadas, y Agustín González, que seguía al pie del cañón, interpretando en el teatro, que era lo suyo, una «función» al lado de otros dos ilustres veteranos, Manuel Aleixandre y José Luis López Vázquez. Resumiendo: una «estrella» de otro tiempo, cuando los grandes estudios de Hollywood funcionaban a pleno rendimiento, y se hacían luminosas películas de piratas, de aventuras, del oeste, musicales, o con escenografía oriental, y un sólido actor de ayer y de hoy, que encajaba muy bien en el género costumbrista y que, a través de una formidable galería de personajes, ofreció una versión tierna y malhumorada, humorística siempre y en algunos momentos genial, de España. Y aunque pueda parece que Virginia Mayo y Agustín González pertenecían a dos épocas distintas, separadas entre sí por décadas o por siglos, tan sólo se llevaban ocho años de diferencia: Virginia Mayo había nacido en St. Louis, Missouri (la ciudad en la que nació T. S. Eliot) en 1922, y Agustín González en Madrid en 1930. Lo que ocurre es que el cine que hacía Virginia Mayo dejó de hacerse hace cuarenta años, aunque no por ello se trata de un cine caduco, olvidado y polvoriento, sino es, por el contrario, el cine más vivo, más fresco, más directo y que mejor se conserva de la cinematografía universal: el cine americano de los años cuarenta y cincuenta.
Virginia Mayo, menuda y esplendorosamente rubia, y muy vivaracha, empezó dedicándose a la danza y, tras intervenir en algunos espectáculos musicales en New York, fue contratada pro la M. G. M. y con apenas veinte años interviene en «Stand by for action» (1942) de Robert Z. Leonard, aunque su primer éxito lo obtuvo en «La princesa y el pirata» (1944) de David Butler, al lado de Bob Hope. Esta actuación le valió ser contratada como compañera de Banny Kaye en «Un hombre fenómeno» (1945), de Bruce Humberstone, y cuando parecía que iba a ser condenada a hacer papeles de «partenaire» del chistoso de turno, William Wyler le dio un destacado papel dramático en «Los mejores años de nuestra vida» (1946). Y aunque volvió junto a Danny Kaye, lo hizo, para su fortuna, en una película memorable, «La vida secreta de Walter Mitty» (1947), de Norman McLeod. A partir de entonces, de la mano del gran Raoul Walsh, derivó hacia el terreno en el que se movería con mayor desenvoltura: el cine de aventuras y de acción. A las órdenes de Walsh hizo varios «westerns» espléndidos: «Juntos hasta la muerte» (1949), donde tiene una muerte grandiosa, sólo igualada en el género por la de Jennifer Jones en «Duelo al sol»; y «Camino de la horca» (1951), y una de las obras maestras del «cine negro»: «Al rojo vivo» (1949). Habitual del «western» también intervino en «La novia de acero» y «Quince balas», de Gordon Douglas; «Una pistola al amanecer», de Jacques Tourneur, y «Westbound», de Budd Boetticher. Pero como mejor se la recuerda, o como yo, al menos, mejor la recuerdo, es en películas de aventuras de época: en «El talismán», de David Butler; en la deliciosa «El halcón y la flecha», de Jacques Tourneur, donde aparece encadenada a un collar de hierro bajo la irónica vigilancia de Robert Douglas, y en «El hidalgo de los mares», de Raoul Walsh, película de aventuras marinas en el marco de las guerras napoleónicas, en la que da vida con señorío y encanto a una hermana de sir Arthur Wellesley, más tarde lord Wellington, que enamora con mucha personalidad a un adusto Gregory Peck, que le responde con gruñidos. Pasados los buenos años de Hollywood, la carrera de Virginia Mayo fue decayendo, y sus últimas películas no son sino sombra de lo que había interpretado: «La furia de los jóvenes», de Christian Niby, y «For Utah», de Lesley Selander, en 1966.
Si Virginia Mayo fue la dama rubia del cine de aventuras, Agustín González es el cura trabucairo por excelencia del cine español, tanto en películas de Berlanga como de otros. Y en lugar de encasillarse, consiguió todo lo contrario: poner en pie personajes de gran vitalidad, de arranque pronto, tanto para el enfado como para la ternura. Era el actor que mejor se enfadaba del cine español, o, si se quiere, del cine mundial. Pero también llegaba al alma con una mirada, con un gesto. Viendo a Agustín González en cualquiera de sus interpretaciones podemos darnos cuenta del inmenso actor que hemos perdido.
La Nueva España · 26 de enero de 2005