Ignacio Gracia Noriega
En los días del hermano cerdo
La matanza del cerdo es la ceremonia gastronómica por excelencia del otoño e invierno asturianos. Del otoño e invierno cantábricos y castellanos, cabe añadir, de esas tierras al norte de la frontera del Duero que don Claudio Sánchez Albornoz llama de «cristianos viejos» (y por lo que a mí se refiere, a mucha honra, que ya está bien de claudicaciones). Y no sólo en estas tierras anortadas y de largos inviernos, por lo que necesitan alimentación contundente. Si nuestros antepasados se hubieran preocupado por la dietética, ¿dónde estaríamos nosotros, con las heladas que caen? No obstante, el cerdo se consume en todas partes en las que no existen prejuicios religiosos contra él. Y entre los prejuicios religiosos incluyo la dietética, porque el pánico a la enfermedad o a perder la línea es el infierno del laico. Así, en Andalucía se le concede al hermano cerdo la importancia que tiene porque es sabroso y alimenticio, y no cabe la posibilidad de que se confunda con moro a quien lo consume. Don Juan Valera describe una «matanza» en «Juanita la Larga» que recuerda a las que se hacían hace años en Asturias, cuando mataban al cerdo como a un señor, y no se bastaban entre cuatro aldeanos para conseguirlo; en cambio ahora, le matan como a un delincuente, en las profundidades del matadero, a escondidas e higiénicamente, como a quien administran una inyección letal. «Nadie era más a propósito para dirigir una matanza de cerdo», escribe Valera. «Salaba los jamones con singular habilidad. El adobo con que prepara los lomos antes de freírlos en manteca era sabroso y delicadísimo, y tenía la manteca de un rojo dorado que hechizaba a la vista, daba delicado perfume y despertaba el apetito de la persona más desganada cuando entraba por sus narices y por sus ojos. Sus longanizas, morcillas, morcones y embuchados dejaban muy atrás a lo mejor de este género que se condimenta en Extremadura. Y tenía tan hábil mano para todo que hasta cuando se derretían las mantecas, sacaba los más saladitos y crujientes chicharrones que se han comido nunca. Así es que los labradores ricos y otras personas desahogadas y de buen gusto se disputaban a Juanita la Larga para que fuese a casa de ellos a hacer la matanza».
Al gitano del chiste, el cerdo le gustaba hasta en el andar. Yo confieso que desde que el amigo Luelmo hizo la estatua de un «gochín» tan guapo como el que se encuentra en la calle principal de Noreña, y que me cupo el honor de inaugurar, me da un poco de pena comer sus carnes; mas, ciertamente, el «hermano cerdo» es guapo, pero es más sabroso que guapo, y eso le pierde. De manera que, aunque sea cerrando los ojos, hacemos los honores del cerdo por San Antón, después de habérselos hecho por San Martín.
«La matanza del cerdo, en Asturias, tiene algo de magia y mucho de ritual», escribe J. A. Fidalgo. Magia y ritual que se están perdiendo o se han perdido irremediablemente desde que se trasladó la «matanza» desde la quintana al macelo municipal, por imposición burocrática y prevenciones higiénicas.
En un matadero no cabe la magia y mucho menos el ritual, por mucho que Franju se haya obstinado en extraer poesía del horror en aquel documental espeluznante que se tituló «La sangre de las bestias». Pero volvamos al tiempo de la magia y del ritual, que sobre el papel se puede. Empieza la época de las matanzas con la llegada de los fríos de noviembre, a mediados del mes, por San Martín, santo jocundo, generoso y de buen humor y acaba bien pasados San Blas y el «antroxu». Para el sacrificio se requiere una mañana fría, con la luna en menguante, viento del Norte, para que no haya turbonada, y, a ser posible, nieve en las alturas. Y, verdaderamente, el día que comimos la «matanza» en lo de Fidel, en Cangas de Onís, sobre los Picos de Europa había una buena capa de nieve que brillaban al sol.
Nos reunimos unos cuantos amigos para comer el cerdo: Ramón el Capi, ingeniero de la vida, Juan Duyos y Luchy y Miguel Ángel Fuente. Hay formas de tratar el cerdo según la comarca, y la de la cocina de Fidel es manifiestamente oriental. Los «boronchos» o bollas, también llamados «emberzaos», que se hacen con sangre y harina de maíz, llevan el añadido de calabacín, que los suaviza y les da un estupendo sabor. Siguen el lomo fresco y el picadillo, muy en su punto, pues no resulta grasiento, y el plato rey de la jornada, el pote de berzas «con lo del gochu». El pote de berzas es el plato por excelencia de Asturias. Admite variantes (con fabes o sin fabes, caldoso o seco), pero, hágase como se quiera (mucho mejor caldoso que seco, desde luego), lo único cierto es que resulta inconcebible sin lo del «gochu». En lo de Fidel tienen muy buena mano para el pote, y siendo el producto de primerísima calidad, este pote de enero resultó una maravilla.
La Nueva España · 29 de enero de 2005