Ignacio Gracia Noriega
La lección de Auschwitz
La familia real inglesa parece decidida a desmentir al viejo Winston S. Churchill, quien vaticinó que, a comienzos del siglo XXI, sólo quedarían cinco reyes en el mundo, los de la baraja y el de Inglaterra. Pero a los príncipes herederos, lo mismo que a los socialistas, les sienta mal no estar en el Gobierno: éstos se radicalizan, y aquéllos corren el riesgo de convertirse en golfos La entrada de un personaje tan «glamouroso» como lady Di en la familia real fue lamentable para la monarquía. Muchos años más tarde, hace apenas unos días, un hijo de aquella Ana Bolena (que diría Cunqueiro) tuvo la humorada de asistir a una fiesta de disfraces adornándose con un brazalete con la cruz gamada. Poco recuerda este niñato a aquel otro príncipe Harry que cierta mañana de San Crispín y San Crispiniano, zapateros, arengó a una tropa cansada pero animosa cerca de un castillo llamado Azincourt.
Yo no sé si, tal como va el mundo, debe ser motivo de escándalo que alguien lleve cruces gamadas. De hecho, se ve a gente de lo más «moderno» con tales signos, pero también se ve a personas de parecida condición con anillos en las narices. Ahora bien: que un príncipe inglés tenga la desfachatez de coquetear con símbolos tan macabros es inaceptable desde todos los puntos de vista que se contemple, porque Inglaterra fue el único país del Viejo Continente que se opuso brava y resueltamente a la barbarie nacionalsocialista, moda cada día que pasa degenera más; pero los príncipes deben vivir más atentos a la Historia que a las modas, y si no les parece bien, que se metan a roqueros.
El hecho de que el brazalete del niñato británico haya sido exhibido pocos días antes del aniversario de la liberación de Auschwitz no agrava el gesto. Son dos cosas distintas. Aquí sí creo que hace falta tener un estómago muy purulento para, después de conocer los horrores del nazismo, regodearse con sus símbolos. Sin embargo, el mundo actual tiene grandes tragaderas. Hoy se goza con lo sangriento, con lo morboso, con la violencia exasperada. ¿Cómo se explica, si no, que las series televisivas de quirófanos sean las de mayor aceptación'? La violencia y la muerte, que tanto parecen fascinar a ciertos sectores de la población, eran los dos únicos cultos que se oficiaban en los campos de concentración, tanto en los del nacionalsocialismo corno en los del socialismo real de la Rusia del padrecito Stalin, aunque Sartre entendiera que eran distintos. Por eso, insistir en las imágenes brutales que ofrece la iconografía de Auschwitz y demás campos (fosas comunes, cuerpos reducidos a piel y huesos, alambradas, duchas, guardianes con perros, tiros en la nuca, etcétera) puede acabar siendo reiterativo, e incluso grato al alma enferma de los sadomasoquistas de la supermodernidad. Y hay otras cosas que resultan más efectivas. Recuerdo que lo que más me impresionó del ejemplar y tremendo documental de Alain Resnais, «Nuit et bruillard», fue la montaña de gafas. Las gafas de los que acababan de ser gaseados.
De todos modos, tanto horror no pudo haber sido en vano. Alguna lección nos habrá dejado. Es fácil decir que lo de Auschwitz no debe repetirse, y estoy convencido de que gran parte de la población se muestra de acuerdo en esto. Mas, ¿cómo se evita'? Ahí está el problema. Porque estamos libres de futuros Auschwitz ni del futuro dominio del Gran Hermano denunciado por George Orwell. Mientras el Hombre esté dispuesto a fortalecer el Estado, a delegar sus obligaciones en el Estado, a permitir que el Estado intervenga en sus asuntos privados, correremos ese riesgo. Mientras haya ideologías que estén decididas a hacer feliz al hombre de acuerdo con un programa político, tendremos el campo de concentración gravitando sobre nosotros, porque siempre habrá alguno que se resista a ser feliz o no lo merezca. Es suicida tolerar que alguien intente programar cosas tan privadas como la felicidad o la muerte. Si querernos apagar para siempre los hornos de los campos de concentración, evitemos los partidos demasiado entrometidos en todos los ámbitos de la sociedad, los partidos con tendencia a ser únicos y los partidos con rasgos totalitarios; también a los que se proponen cambiar la sociedad para regenerar al hombre. No contribuyamos a hacer al Estado omnipresente y todopoderoso. Es preferible una sociedad imperfecta pero viva a una sociedad perfecta pero muerta. De buenas intenciones esta empedrado el infierno.
La Nueva España · 12 febrero 2005