Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


Gracia Noriega, Bajo las nieblas de Asturias

Ignacio Gracia Noriega

Ernst Wiechert en el campo de concentración

Ahora que tanto se habla de los campos de concentración a propósito de Auschwitz, conviene recordar a un gran escritor alemán, Ernst Wiechert, que aunque no era judío ni activista, padeció la terrible experiencia de estar internado en un campo (no en Auschwitz, sino en Buchenwald, cercano a Weimar, la ciudad de Goethe, y cuyo hermoso nombre significa «bosque de puros» -aunque, acota Wiechert, aprendió entonces a desconfiar de las palabras–).

Ernst Wiechert (1887-1950) había nacido en la Prusia oriental, cuyos extensos bosques constituyen el majestuoso escenario de sus novelas. La primera de ellas, publicada en 1922, se titulaba precisamente «Der Wald» («El bosque»). Wiechert ama la vida sencilla (precisamente «La vida sencilla» es el título de una de sus mejores novelas, la más conocida en España), en el campo, cerca de los grandes bosques. Vintila Horia ha escrito, a propósito de su mundo literario, frases muy bellas: «Vivir encerrado en una casa, en medio del bosque y de la nieve, meses seguidos, escribiendo un libro y paseando en medio de la soledad infinita, como en una novela de Emst Wiechert, como en los más remotos recuerdos». Pero en ese mundo, en apariencia idílico, habita el mal. Wiechert, espíritu profundamente religioso, cree en el mal no a la manera de Chesterton, que afirmaba que creía en Dios porque creía en el demonio, sino porque está convencido de que el mal no sólo existe, sino que se extiende por el mundo. En su segunda novela, «El lobo de los muertos» (1924), el tema principal es el dolor ante el mal; en «El siervo de Dios Andreas Nyland» (1926) plantea un caso que recuerda al de «San Manuel Bueno mártir», de Unamuno: el de un párroco que pierde la fe, pero no por ello deja de seguir sirviendo al hombre. En «La moza de Jürgen Doskocil» (1932) presenta la lucha del hombre con la naturaleza, con el invierno y contra el fanatismo religioso. La solución puede parecer resignada, pero el agente del mal recibe su castigo. «El cisne no canta al morir» (1934) relata, en un escenario de bosques y praderas, el regreso de un soldado derrotado al lugar natal. Combatiente él mismo en la gran guerra, escribió una novela de guerra de intención pacifista, «Cualquiera». La guerra vuelve a ser el sombrío asunto de su última novela, «Misa sine nomine» (1950), en la que un grupo de personajes huye de ella a través de los bosques. Muy por el contrario, en «Bosques y hombres» evoca una existencia sosegada que tal vez sólo sea un recuerdo o un sueño, pero tan poderoso que es capaz de despertar la mayor nostalgia. Como otros escritores alemanes y nórdicos (Thomas Mann, Hermann Hesse, Gjellerup, etc.), Wiechert sintió en algún momento el atractivo de cierto orientalismo místico, y fruto de ello es la novela «El búfalo blanco».

Un hombre como Wiechert no podía sentirse cómodo bajo el totalitarismo nacionalsocialista. Otros escritores, como él muy conservadores, como Stefan George y Ernst Jünger, no aceptaron el nazismo por la repugnancia que les producía su evidente condición socialista. Wiechert era un humanista cristiano que desconfiaba profundamente del Estado y de la actividad política: «Quien está en el poder está también junto al pecado», escribió. Pero tampoco podía tolerar al pecado adueñándose de Alemania, por lo que tuvo la gallardía de protestar y denunciarlo públicamente, haciendo valer su condición de escritor reconocido. La reacción del Estado fue fulminante, lo que demuestra que sólo los totalitarismos, en su cara socialista y en su cruz fascista, están atentos a las opiniones de los escritores: por las suyas, Wiechert fue enviado a Buchenwald, y el resultado de esta experiencia terrible es el libro «El bosque de los muertos», en el que se describen escenas de espantosa brutalidad, no por conocidas y repetidas merecedoras de ser disculpadas u olvidadas. Algo que llama la atención en este libro es que los nazis no se ocultaban a la hora de trasladar a los detenidos a los campos de concentración, y trenes llenos de prisioneros podían pasar días enteros en las vías muertas de estaciones céntricas. De manera que la famosa historia de que los alemanes no se enteraban vamos a ponerla entre paréntesis. Una cosa es no enterarse y otra no querer mirar: por eso Primo Levi rechazó la inocencia de quienes soportaron un régimen bestial e indigno sin hacerle excesiva resistencia. Wiechert, que sí resistió, nos ofrece un testimonio valeroso y peculiar. Como conservador, pudo reparar en un aspecto del nazismo en el que los antinazis de procedencia marxista prefieren no fijarse: su condición esencialmente progresista, su pedantería científica, su ateísmo de Estado, su pretensión de alcanzar lo mismo que se intentaba hacer en Rusia con parecidos métodos: la sociedad igualitaria, el mundo «feliz».

La Nueva España · 18 febrero 2005