Ignacio Gracia Noriega
En la muerte de Cabrera Infante
Hace pocos días, Miriam Gómez desmintió que Cabrera Infante hubiera muerto. Mal asunto cúando se dice de alguien que murió sin haber muerto, porque puede suceder que esté muy mal o que hay personas que están deseando que se muera. Cabrera Infante debía estar muy mal, sin que esto excluya que algunos desearan su muerte, Fidel Castro, sin ir más lejos. El escritor cubano vivía exiliado en Londres desde hacía muchos años. Se conoce que Londres le sienta muy bien a los desterrados de apellido Cabrera. Don Ramón Cabrera, gran jerifalte carlista de la primera guerra, caudillo terrible y ultramontano furibundo, se exilió en Londres después del abrazo de Vergara (que él consideraba traición de Maroto) y terminó haciéndose liberal. Cabrera Infante, que fue muy partidario de la revolución cubana en sus comienzos (y, a su triunfo, dirigente de la cultura oficial, director de la revista «Lunes de revolución» y agregado cultural en Bélgica), hacia 1965 se apartó de ella y se estableció en Londres, donde se hizo inglés y anticastrista. Y todo el entusiasmo revolucionario de Cabrera Infante (en la antología «Narrativa cubana de la revolución», preparada por Caballero Bonald, en 1969, su texto, titulado «Nueve viñetas», es el más militante de todos: seguramente lo habrán incluido los de Alianza para fastidiarle) se fue por la borda, y su cubanismo habanero y cabaretero se disolvió en humo. «Puro humo» se titula uno de sus últimos libros, glorificación de Cuba a través del tabaco, precisamente en esta época en la que defender el tabaco es algo casi tan «políticamente correcto» como atacar a Castro más de la cuenta: bien está llamarle dictador, pero sin excederse. Pero, en lo que se refiere al tabaco ¿no tiene Cuba forma de cigarro? Por suerte para Cabrera, en España hubo un breve período de gobierno conservador, gracias a lo cual pudo recibir el premio «Cervantes»: porque con los de ahora ni modo. Ya en tiempos a Cabrera Infante le atacaron por activa y por pasiva por haber incluido en «Tres tristes tigres» una referencia a «un 4 de julio olvidado». La progresía, siempre vigilante, intuyó que se trataba de un elogio a los Estados Unidos, pero no: otro 4 de julio de 1862, el reverendo Dodgson fue de excursión por el río Oxford con la niña Alicia Liddell: de este viaje fluvial nacería uno de los cuentos más prodigiosos del mundo, «Alicia en el país de las maravillas», escrito por aquel reverendo matemático que usaba el seudónimo de Lewis Carroll.
Guillermo Cabrera Infante es, lo mismo que Gabriel García Márquez, autor de una sola obra: la extensa, laberíntica, desencajada, crucigramesca y muy divertida novela «Tres tristes tigres», cuyo título es un trabalenguas: para que el autor vaya preparándose parado que va a encontrar dentro. Desde luego, es novela urbana: no cabe duda que Cabrera Infante pensó, al escribirla, en el «Ulises» de Joyce, pero no demasiado obsesivamente. Por otra parte, Hemingway, Faulkner y el cine norteamericano de los años cuarenta y cincuenta, acudieron en su ayuda. «Tres tristes tigres» es ejemplo de novela en la que cabe todo: un «cajón de sastre» narrativo. Como Cabrera tenía buen oído se regodea haciendo juegos de palabras, siempre sobre la base del inglés. Su novela es menos rigurosa que la de Joyce, pero más divertida que «Anton Buenosayres», el esfuerzo de Leopoldo Marechal por hacer el «Ulises» de la capital de los argentinos. Con muy buen olfato literario, Vargas Llosa lé recomendó a Cabrera que publicara el hilo conductor de «Tres tristes tigres» como narración independiente, y desembarazada de un aluvión de páginas. «Ella cantaba boleros» gana como narración. En otros libros, como «Vistas de amanecer en el trópico», narra con la limpieza y precisión de sus «nuevas viñetas»: lo que demuestra que lo más de TTT (como él la llamaba) es sólo literatura. Como crítico de cine demuestra un gusto excelente y «Un oficio del siglo XX» es un gran libro (mejor que «Arcadia todas las noches», en el que mete demasiada literatura).
Conocí a Cabrera en la UIMP de Santander, con el rector García Delgado y Juan Cueto. Fue, sin duda, el escritor americano más interesado por Asturias. Era un hombre tímido, de pocas palabras, que por detrás me recordaba a Santiago Melón. Ya de aquella comía derégimen, aunque el rector nos llevaba a los mejores restaurantes, e incluso ofreció una cena en el comedor destinado a la gente ilustre. Por el contrario, Miriam Gómez era muy simpática y habladora, y su relaciones públicas. Tenían unas magníficas maletas inglesas.
La Nueva España · 25 febrero 2005