Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


Gracia Noriega, Bajo las nieblas de Asturias

Ignacio Gracia Noriega

Recorriendo Cuenca (II)

Produce una especial impresión asomarse al balcón y ver a los pies, muy abajo, lo que parece un cortijo, con su patio en medio. Un puente a gran altura comunica la ciudad con un templo convertido en parador de turismo, en una especie de islote sobre el río Huécar. A nuestra derecha van descendiendo las casas colgantes, coronadas por el antiguo convento de Carmelitas Descalzas, en la actualidad sede de la UIMP, y, aún por encima de este enorme edificio, por el castillo. De las casas colgantes destaca, por su volumen, la parte trasera de la Catedral; pero a ésta no se suele fotografiar desde esta perspectiva. Bajo el despacho de Vicente Acevedo. un espolón de piedra avanza hacia el río como Si quisiera que la inmensa mole de piedra dcl convento navegara.

Subimos con Vicente Acevedo hacia el castillo. Por la otra mano viene el río Júcar, iniciándose en las alturas la serranía. El terreno es kárstico, lo que entusiasmaría a mi amigo Ricardo Viejo. Entre los ríos, los precipicios y los fuertes muros. Cuenca parece una ciudad inexpugnable, pero es sólo apariencia, puesto que la tomaron los árabes, Alfonso VIII, y las tropas napoleónicas en 1809. No por ello deja de ser ciudad brava y aficionada a tomar partido: en la Edad Media se puso del lado de don Enrique de Trastámara contra su hermanastro don Pedro; durante la guerra de Sucesión tomó partido por Felipe V.

Rodeamos la colina sobre la que se asienta Cuenca por la parte de atrás, en sentido descendente: esto es, bajarnos desde el castillo hasta la ciudad moderna por una zona de cañones y huertas en torno al río Huécar, en la que luce esplendorosamente el otoño. Segun Raúl Torres, autor de un libro sobre «Cuenca, corazón», el otoño conquense incita al viaje, porque hay mil caminos por el otoño de Cuenca para el viajero. Caminos para volarlos, acompañando a las hojas del oro del otoño por encima de las hoces, de los zaquizamis y de las altas veletas del viento, últimos reinados de la Babel del tiempo en el infinito del color y del olor: una visión sin precedentes.

El otoño es aquí magnífico, porque hay muchos árboles. Predominan tres Colores, el amarillo, el del heno oxidado y el rojo. Y, naturalmente, el verde de las huertas y la tierra abierta de los sembrados. Las huertas se van escalonando por la hoz del río, y muchas casas de huertanos han sido restauradas y ampliadas, convirtiéndose en residencias, pesar del ordenamiento urbanístico vigente. Pero esto no es nada en comparación con lo que se está haciendo en mi pueblo, y en otros parecidos. Por lo menos, en los alrededores de Cuenca no se ven adosados, y eso resulta estimulante. En esta parte de la ciudad tuvo su casa, bien arriba, el poeta Federico Muelas: un poeta de corte clásico, a la vez meditativo, religioso y boticario.

Entramos en la ciudad moderna, visitamos la librería Evangelio (en Cuenca hay tres librerías que se rotulan «Evangelio», de tres hermanos), con ese noble aspecto de comercio antiguo, como el de algunos comercios de la calle Magdalena de Oviedo, y en cuyo interior, según Vicente Acevedo, se hace tertulia y se pueden encontrar tesoro. Y como es la hora de comer, lo hacernos en el Asador Ecus, de carnes excelentes, pero también con galenos pescados en la carta, como una memorable lubina que pidió Juan Ignacio Palacio. La carne se prepara al gusto del cliente atendiendo a sus indicaciones: lo que es de agradecer, porque, dado el tamaño de las piezas, se requiere una preparación según el gusto de cada cual. Entre los entrantes destacan unos tomates ligera y sabiamente aderezados.

Todavía queda tiempo para subir a la plaza mayor y entrar en la Catedral, cuyo altar mayor es obra de Ventura Rodríguez: gracias a él, un asturiano puede presumir de algo en Cuenca. Más arriba está la iglesia de San Pedro, clara y blanca, pero llena de imágenes y pasos de la Pasión, por lo general tenebrosos. Los pasos de la negación de San Pedro y de San Pedro cortándole la oreja a Malco son modernos, pero imponentes, de expresivo dramatismo. Los sacan en procesión por Semana Santa, y parece imposible que los sesenta braceros que llevan a hombros a San Pedro espada en mano conserven tuerzas para volver a subirlo. La pila bautismal, por inmersión, de finales del siglo XII, sirvió para bautizar a los primeras cristianos de la ciudad recién conquistada.

Y nos aguardan más sorpresas. Un pastor llamado Samuel tteara «El Quijote» en verso: lo aprendió de joven, cuando pastoreaba por la serranía, y al cabo de cuarenta años no se le ha olvidado una sola rima. Tengo la satisfacción de saludar a mi amigo Alfonso Calle, autor de la vasta novela «Sebastián de Erravira o el camino de España», a la que he de ponerle prólogo, y a la farmacéutica de Beteta, que es rubia, de Gijón, lectora de «La Nueva España» y muy vital, y tan asturiana que fue capaz de desplazarse desde Beteta para escuchar una conferencia que yo daba en Cuenca. Dios se lo pague.

La Nueva España · 24 marzo 2005