Ignacio Gracia Noriega
La espaciosa España (III)
Cuanto más laico se hace el país, mayores son las supersticiones. Las supersticiones suelen ir adobadas con pedanterías. Las grandes supersticiones son el socialismo, el progreso, el culto al cuerpo, el dinero, etcétera, y la gran pedantería, la prisa y, su consecuencia, viajar utilizando las autopistas con la creencia de que son más seguras (lo que es también superstición). Viajar con prisa es desplazarse, pero no viajar. Viajar en eso que llaman el AVE es ir de una estación a otra. Pero sólo se llega a conocer al país en que vivimos pisándolo, como decía Unamuno, o, a falta de cosa mejor, viajando por carreteras secundarias.
Salimos de Cuenca con sol y un cielo azul muy duro, pero arriba, en el castillo, donde tenemos aparcado el vehículo automóvil, tira un vientecillo helador. Nos despedimos de Vicente Acevedo, anfitrión impecable, alto, delgado, con cierto aire a un James Coburn pacífico (por qué será que las gentes de la UIMP son las más amables del mundo académico español?). El automóvil desciende la empinada ciudad, le decimos adiós a la sólida catedral normanda y a la plaza mayor con su fuentecilla adosada a una fachada, y al Ayuntamiento con sus banderas, y entramos en la ciudad moderna, en la que el tráfico plantea los problemas propios de una ciudad moderna, pese a que el Ayuntamiento amenaza con la grúa municipal, y quien avisa, no es traidor.
Ya estamos en el campo, sobre el que la gran paleta del otoño ha desparramado los colores con más suavidad que en el bosque, pero con no menor belleza. Se suceden los verdes de los sembrados, los amarillos, los pardos o el poderoso color de la tierra abierta. Todavía vemos algunos olivos retorciéndose en un horizonte de nubes; pero más adelante predominan las encinas. y más adelante aún, y más arriba, los pinos.
Dejando Alcocer a la izquierda, vamos en dirección a Soria. Hacernos una parada en Pareja, pueblo decrepito, en alto, con una ermita de piedra blanca a la entrada, y la plaza mayor, con el Ayuntamiento y con un palacio en minas, en la que domina un gatazo negro y gordo, con la cola enhiesta, que sólo con la mirada puso en fuga a un perro grande, aunque pusilánime. Por esta parte hay un embalse, y, a su alrededor, ciertos escarceos de especulación inmobiliaria «lúdica». En Medinaceli dejamos la autopista a Zaragoza y Barcelona, y seguimos hacia el Norte. De esta tierra era el juglar que compuso el «Cantar de Mío Cid», pero no me lo imagino rodeado de carreteras.
El cielo se está llenando de nubarrones negros y sopla con fuerza el viento. Marcharnos rodeados de horizonte hacia donde se mire, la vista se pierde en la lejanía. Estamos cerca del corazón de roble de «toda la espaciosa y triste España», que escribió fray Luis de León, quien, por cierto, tiene en Cuenca una estatua que no me gustó, porque no le representa alto, sino largo. Alto no era fray Luis, sino «pequeño de cuerno», según Francisco Pacheco. A lo mejor el escultor quiso estirarle por arrebato místico, pero tampoco, porque fray Luis pisaba sobre la tierra.
Ante Almazán para el Duero lentamente, reflejando nubes negras. Bajo el puente, el río parece dividirse en dos brazos. Es población que ha crecido, porque la notable puerta de entrada se encuentra ya muy adentro del casco urbano, y activa. como lo certifican sus bares, que hay más cerrados que abiertos. La gente anda con pasamontañas y guantes por la calle y no se ven los gráciles ombligos de las sacrificadas adolescentes. Se nota que aquí el grajo vuela bajo.
Desde Almazán a Soria se extienden grandes pinares. En Soria hace un frío que pela. Le echamos un vistazo a la preciosa iglesia de San Juan y vamos a comer, migas y lechazo. Después de pasar unos días en Castilla, se echan de menos las salsas. Al salir del restaurante se pone a nevar. La nieve cae con solemnidad por esos campos «tan tristes que tienen alma». En Salas de los Infantes la nieve cubre la carretera y no hay tráfico, ni en un sentido ni en otro. Todos los coches debieron concentrarse en Burgos, donde los coches se amontonan, produciendo un caos circulatorio considerable. Cada vez estoy más convencido de que los coches sólo se utilizan para impedir que otros coches aparquen; porque las carreteras están vacías, sobre todo cuando hace mal tiempo. Por fin aparcamos y entramos en un bar para tornar una copa y entrar en calor por dentro. El camarero me pregunta si hace frío, y añade: - ¿No sabe usted que en Burgos no hay más que dos estaciones; la del tren y el invierno?
La Nueva España · 27 marzo 2005