Ignacio Gracia Noriega
Sartre
En los años cincuenta del pasado siglo, Jean-Paul Sartre era un un fenómeno singular, cuyos precedentes había que buscarlos retrasándose hasta el siglo XVIII, en Voltaire o Goethe; más Voltaire que Goethe por cuestión de detalle, si se tiene en cuenta que Goethe, en el fondo -y algunas veces en la superficie-, era un conservador, pero tan Goethe como Voltaire en cuanto que escritor universal, precisamente en una época, la mitad justa del siglo XX, en que el escritor renunciaba a la universalidad para ser especialista. Sartre era el gran clérigo de la cultura francesa de aquellos años, y sus encíclicas eran los números sucesivos de «Temps Modernes», que los de mi generación leíamos con fervor y bastante aburrimiento. Había definido al intelectual, y él mismo era la encarnación del intelectual sobre la Tierra. El hombre capaz de un elaborado pensamiento abstracto y de elogiar, en mitad de una frase filosófica, los bellos ojos de Michelle Morgan, el filósofo que dictaminó que el existencialismo es un humanismo, el filósofo mundano infatigable, cliente del café «Flora» e indispensable, en persona, a la cabeza de cualquier manifestación contra la guerra de Argelia y de abrir, con su firma, cualquier manifiesto de intelectuales. Qué años aquellos y cómo los de mi generación, hubiéramos aceptado de buen grado ser pequeñitos, tuertos y bizcos, a cambio de ser como Sartre. Como Gustavo Bueno, entonces en las antípodas de Sartre, como filósofo académico, pero en su misma posición, como ciudadano comprometido, defendía la obligación y la necesidad del intelectual de tomar postura. El «clérigo» que definió al intelectual definió también el compromiso, aunque el compromiso pronto fue degenerando hacia el folclore o el partidismo y así ahora nos enteramos de que un cantante llamado Serrat era un «ciudadano comprometido», cuando lo único que hizo fue querer cantar una canción muy tonta, titulada «La, la, la», en catalán, con evidente incumplimiento de contrato. Y es que con la implantación de las «libertades burguesas» después de la II Guerra Mundial, el compromiso quedaba reducido a la estética, pues, como escribió Pío Baroja, con certero cinismo, «con el progreso se priva al hombre libre de los grandes encantos y emociones de ser perseguido». Sartre, que hacía suya la exigencia de Saint-Just («no haya libertad para el liberticida») y distinguía entre los campos de concentración criminales de Hitler y los justicieros de Stalin, era el abanderado de la izquierda militante y el escritor «comprometido» por antonomasia. Bien es verdad que en Francia, entonces, dominaban la desvencijada III República o el general De Gaulle, de manera que si el intelectual se desmadraba demasiado podía ser reprimido por una multa de varios cientos de francos, en tanto que a los escritores realmente comprometidos contra regímenes totalitarios y tiránicos, como Soljenitsin, la orgullosa y aguerrida clerecía occidental los despreciaba por reaccionarios. Sartre afirmaba que jamás se había escrito una buena novela profascista, pero lo cierto es que jamás se escribió tampoco una buena novela comunista. Muy en su papel de guía espiritual y temporal de Occidente, se pemtitió rechazar el premio Nobel de Literatura con un gesto de enfado: «Cuando la Academia sueca premie a un poeta como Neruda...». Pocos años después, la Academia sueca premió a Pablo Neruda y el poeta comunista se apresuró a aceptar el premio y hasta hizo la correspondiente reverencia delante del rey de Suecia. Jean-Paul Sartre se planteaba la clandestinidad como una cuestión moral, pero cuando tuvo una excelente oportunidad para comprometerse y ser clandestino, durante la ocupación de Francia por los nazis, se metió debajo de la cama y se dedicó a escribir e incluso a estrenar teatro en el París ocupado. El poeta René Char, que fue miembro de la Resistencia, siempre le reprochó su silencio e inactividad entre 1940 y 1944. Al cabo de medio siglo, ¿qué queda de la filosofía, del teatro, de las novelas, de los panfletos, de las actitudes de Sartre? Nació hace cien años en París, el 21 de junio de 1905, y gran parte de su obra literaria (y nada digamos de sus actitudes) han envejecido. No envejecerá jamás la fascinación que Sartre ejerció sobre Europa y América en los años cincuenta y sesenta del pasado siglo. Sólo por eso, incluso más que por su obra, es uno de los escritores verdaderamente importantes del siglo XX.
La Nueva España · 19 junio 2005