Ignacio Gracia Noriega
Don Quijote y Phileas Fogg
Cervantes publica la primera parte del «Quijote» en 1605 y Julio Verne falleció en Amiens en 1905. Nos encontramos, por tanto, en el año en el que se recuerda la aparición de la ficción por antonomasia y la muerte de un gran escritor de ficciones. No es Julio Verne un autor ciertamente cervantino, pero todo héroe de novela de aventuras presenta, con mayor o menor firmeza, más o menos desvanecidos rasgos quijotescos. Para ser héroe de novela de aventuras (no olvidemos que el gran siglo de la novela de aventura es el siglo XIX, el siglo burgués por excelencia, por otra parte) es indispensable cierta generosidad y bastante inconsciencia: aunque, al cabo, lo que el héroe se propone conquistar sea el orden burgués. De los héroes de Julio Verne, acaso resulte ser Phileas Fogg, el protagonista de «La vuelta al mundo en ochenta días», el más quijotesco. Fogg vivía en la casa número 7 de Savillerow, Burlington Gardens, en Londres, aparentemente dedicado en exclusiva a ser socio del Reform Club de Londres y al ejercicio de la puntualidad. No se le conocían otras ocupaciones, pero se sabía que era rico. Su vida en Londres era tan sosegada como la del hidalgo Alonso Quijano «en un lugar de La Mancha», y el uno leyendo disparatadas novelas de caballerías y el otro midiendo el tiempo o la temperatura del agua, se dejaban llevar de sus manías. Bien es cierto que la maniática afición a la exactitud de mr. Fogg resulta más tolerable que la afición a la lectura de Don Quijote, porque, en el orden burgués, siempre fue considerada la lectura con recelo. Un buen día, don Quijote sale al camino en busca de aventuras y para mayor gloria de su dama, Dulcinea del Toboso. Fogg abandona Londres por otro motivo, que a don Quijote le hubiera parecido trivial. Por una apuesta: Fogg sostiene que, con los medios disponibles en 1872, se puede dar la vuelta al mundo en ochenta días, pero debe demostrarlo, y la mejor demostración consiste en hacer el viaje. Y al igual que Don Quijote encuentra un escudero a su medida, Sancho Panza, mr.Fogg contrata a un criado de carácter antagónico, que en las traducciones españolas recibe el nombre de Picaporte. Si Fogg aspira a la exacta precisión, en Picaporte predominan la improvisación y cierta tendencia a creer que las cosas se arreglan o se tuercen por sí solas, sin necesidad de que el hombre intervenga sobre ellas. En cambio, Fogg está convencido de que cualquier cosa debe ocurrir de acuerdo con el horario previsto. Este quijotesco que tiene tanta confianza en los medios de comunicación terrestres y marítimos por el planeta Tierra como Don Quijote en su doña Dulcinea del Toboso, sin embargo, es lo más antiquijotesco que pueda imaginarse. Antes de emprender el viaje, ordena a Picaporte que haga el equipaje con lo más indispensable; por el camino, irán comprando lo que necesiten. Añade al equipaje un saco que contiene veinte mil libras, por lo que pueda suceder. Tanto llevar dinero como prever los percances que le puedan ocurrir durante la aventura resulta del todo ajeno a la mentalidad de Don Quijote, porque, como le dice al ventero en el cap. XVII de la primera parte, «yo no puedo contravenir a la orden de los caballeros andantes, de los cuales sé cierto (sin que hasta ahora haya leído cosa en contrario) que jamás pagaron posada ni otra cosa en venta donde estuviesen, porque se les debe de fuero y de derecho cualquier buen acogimiento que se les hiciere, en pago del insufrible trabajo que padecen, buscando las aventuras de noche y de día, en invierno y en verano...». Añadiendo Sancho, cuando le fueron a cobrar a él, que «por la ley de la caballería que su amo había recebido, no pagaría un solo tornado». Unamuno encuentra esta actitud de Don Quijote muy cuerda, ya que se trataba de andar a la aventura sin gastos, aunque algún ventero le insinúa que si el caballero considera vileza usar dinero, disponga de él su escudero y pague los gastos que se produzcan. Fogg, por el contrario, sabe que todo cuesta dinero, y cuando el buque «Henrietta» se queda sin combustible en medio del Atlántico, lo compra, para que sirva de combustible. Hombre de ideas fijas, sólo piensa en regresar a Londres el día convenido. Mas en la India pone en peligro los horarios y hasta la apuesta para salvarle la vida a la princesa Aouda, a punto de morir quemada en la pira funeraria de su difunto marido. ¿Se convierte de este modo Fogg en un Quijote con sombrero de copa? Más bien se comporta corno un ser civilizado, que desaprueba ciertas ceremonias folclóricas. Su Dulcinea sigue siendo ganar la apuesta, pero se desdobla en Aouda, con lo que gana a ambas.
La Nueva España · 9 julio 2005