Ignacio Gracia Noriega
Desmontando mitos (I)
Gustavo Bueno continúa en plena forma, manteniendo al cabo de casi medio siglo el compromiso intelectual que le impulsó a venir a una Universidad de provincias como la de Oviedo, a permanecer en ella y convertirse, al cabo del tiempo, en ovetense y asturiano, y en lo que él anhelaba, en el continuador de la obra lúcida y desmitificadora de Feijoo. Feijoo combatió la superstición en el siglo XVIII; pero las supersticiones del siglo XXI son más peligrosas, porque se basan en desvaríos de la razón que se pretenden presentar como legítimos, justos, progresistas e incluso racionales. Decía Chesterton que desde que el hombre dejó de creer en Dios, cree en cualquier cosa, y eso se demuestra en estos tiempos laicos, socialistas y permisivos, en los que los magos, los hechiceros y los encantadores de serpientes ponen en circulación los mitos más disparatados para consumo de personas de mentalidad moderna y desinhibida. Hoy Gustavo Bueno desarma esos mitos como Feijoo, en su tiempo, demostraba que la bruja de la escoba no sólo era una falsedad, sino una estupidez creer en ella. Y pone Gustavo Bueno tanto empeño en desmontar los mitos modernos como lo puso, hace cuarenta años, en oponerse al régimen anterior. En los años sesenta y setenta, no lo olvidemos, Gustavo Bueno fue, prácticamente, el único catedrático de Universidad de España que de manera valerosa y decidida se enfrentó al franquismo desde la cátedra y en la calle; al cabo de los años, denuncia las supersticiones de aquellos que se consideran con la exclusiva de la lucha antifranquista, aunque muchos se hubieran acomodado a aquella situación y sean «progresistas» a toro pasado, lo que no es inconveniente para que acusen a Bueno de «haberse pasado a la derecha» y hasta de ir a misa. ¿Qué derecho tienen para juzgar las manifestaciones de un espíritu independiente quienes siempre hicieron girar su veleta hacia donde soplaba el viento?
Uno de los mitos más tenaces de la izquierda, desde la Revolución Francesa acá, es el de la felicidad. En el siglo XVIII se cuestiona la idea de Dios, pero la sustituye «la religión de la felicidad», del marqués de Lassay. La versión más extremada del «anhelo de felicidad» es aquella que propone al Estado como otorgador y garantía de la felicidad. Pero Gustavo Bueno nos dice: «Sobre la felicidad no se puede fundar una ética»; mucho menos, fundamentar un Estado. «El mito de la felicidad», publicado por Ediciones B hace pocos meses, es un libro denso y lúcido, que, como el propio autor advierte, se añade al «conjunto de material impreso al que bien podríamos denominar 'literatura de la felicidad'». Mas lo que singulariza a este libro es que en él se dicen cosas que no se dicen, ni pueden decirse, en la interminable biblioteca de la felicidad, en la que se reúnen, en curiosa e insensata mezcla, textos de pretensión política o religiosa, con otros de clara finalidad comercial, en condición de engañabobos. La palabra «felicidad» llena las bocas de los ingenuos, de los iluminados y, desde hace algún tiempo, de los demagogos. Gustavo Bueno afirma, al final de su libro, que «la filosofía de la felicidad es una cáscara vacía cuando la felicidad se ha separado de los contenidos metafísicos (destino del hombre, universalidad teológica o cósmica) que le dieron origen». La felicidad, asimismo, está mediatizada por circunstancias de todo tipo: «Si algunos sienten el deseo de 'retirarse a un monasterio' para dedicarse al amor de Dios y alcanzar de este modo la paz y la felicidad, no es porque tal deseo brote de las profundidades de su humana naturaleza, sino de una sociedad humana en la que ya había monasterios».
La enciclopédica erudición de Gustavo Bueno, que no excluye ni entorpece el implacable rigor intelectual y al que se añaden, como atractivos adicionales, la torrencialidad expositiva y el sentido del humor, va desmontando una a una las muy diversas doctrinas y teorías sobre la felicidad, y que van desde aquéllas de índole religiosa, en las que la felicidad puede aplazarse hasta la otra vida, a otras de procedencia estatal y política, según las cuales la felicidad se convierte en la obligación de los trabajadores soviéticos; o, en la más reciente aunque no menos totalitaria «sociedad de consumo», la felicidad puede consistir en comprar determinado coche, comer quesos desgrasados, usar tal o cual detergente o vivir en un adosado al lado de un campo de golf. Estas variantes de la «felicidad pública» puede que sean, en este momento, las más evidentes y peligrosas. Pero el libro merece ser leído en su totalidad, porque Bueno advierte de otras trampas y peligros, surgidos al conjuro de la «felicidad».
La Nueva España · 29 octubre 2005