Ignacio Gracia Noriega
Desmontando mitos (II)
El profesor Gustavo Bueno dio recientemente una conferencia en la Casa de la Cultura de Avilés, invitado por la Sociedad Económica de Amigos del País, y ha vuelto, una vez más, a «desarmar la bolera», como popularmente se dice. Esto es: ha desmontado, con rigor e ingenio, algunas de las supersticiones y mitos más característicos que animan a nuestra brava «progresía irredenta». Una de las supersticiones más tenaces es la de las «llinguas llariegas» o vernáculas, con pretensión de convertirse en «lenguas nacionales», de evidente procedencia romántica. La lectura de los «Discursos a la nación alemana» de Fichte, creó hace veinte años en Asturias un grupo de iluminados voluntaristas, que entendían que basta con tener una «llingua» (¡y qué «llingua»!) para que la nación se dé por añadidura. A esto se añaden otros «teóricos» de envergadura muy inferior a la de Fichte, como Juan Goytisolo, que puso en circulación las «señas de identidad» como justificación de unas características «nacionales» como la barretina, la butifarra, la montera picona o el buey que jala de la piedra más grande, que convierten a determinados pueblos (o «deshechos de pueblos», por acudir a la terminología de Engels) en diferentes de los de alrededor, por no citar a verdaderos portentos de la especulación teórica y aun del ingenio humano, como Sabino Arana. Según este ilustre lingüista y estadista sensato, las lenguas no deben servir para comunicarse, sino para todo lo contrario: para incomunicarse, y así lo expone con claridad que no deja lugar a dudas (por cierto, en la lengua de los invasores): «Tanto están obligados los bizkainos a hablar su lengua nacional como a no enseñársela a los maketos o españoles. No el hablar éste o el otro idioma, sino la diferencia del lenguaje es el gran medio de preservarnos del contacto de los españoles y evitar el cruzamiento de las dos razas. Si nuestros invasores aprendieran el euzkera, tendríamos que abandonar éste, archivando cuidadosamente su gramática y su diccionario, y dedicarnos a hablar el ruso, el noruego o cualquier otro idioma desconocido para ellos, mientra estuviéramos sujetos a su dominio».
La teoría no deja de resultar, en el mejor de los casos, pintoresca, y confirma la afirmación de Gustavo Bueno, expuesta en Avilés: «Las lenguas vernáculas sirven para no entenderse; en español nos entendemos todos». Las «lenguas que sirven para no entenderse» son precisamente el cimiento del «hecho diferencial», que se fundamenta en el aislamiento de lo propio por desprecio hacia lo ajeno. ¿Cabe actitud más antisolidaria, por emplear esa palabra, tan repetida que ha llegado al desgaste y a la extenuación? No obstante, un adalid de la «solidaridad» y del internacionalismo, como Zapatero, no tiene inconveniente en pactar con los separatismos racistas y localistas, no solo por oportunismo político, sino porque es de temer que uno y otro tengan parecidas actitudes antiespañolas.
«Si durante siglos el catalán, el vasco o los bables se han permitido y hablado, ¿por qué no han alcanzado el auge del español?», se pregunta Gustavo Bueno. Ahí está el punto central de la cuestión, que ya fue abordado en 1492 por Antonio de Nebrija en el prólogo a la reina Isabel en su «Gramática española»: «Y cierto así es que no solo los enemigos de nuestra fé, que tienen la obligación de saber el lenguaje castellano, mas los vizcainos, navarros, franceses, italianos y todos los otros que tienen algún trato y conversación con España y necesidad de nuestra lengua». A lo que añade Juan de Valdés que la española no sólo es la lengua del comercio y de la cultura en el siglo XVI, sino del galanteo, tanto en Francia como en Italia. En toda Europa se aprendía español, «por la necesidad que tienen de ella, así para las cosas públicas como para la contratación», señala Arias Montano. Por lo que Rafael Lapesa escribe: «Respondiendo a la apetencia general, fueron muchos los diccionarios y gramáticas españolas que aparecieron en el extranjero durante los siglos XVI y XVII».
Porque las lenguas no se imponen: se aprenden por necesidad. Por este motivo, ningún imperio impuso la suya. Pero quien no conocía el latín quedaba reducido a la condición de bárbaro. Ya hemos insinuado la situación del español en el siglo XVI. Juan Boscán, que era de Barcelona, no se planteaba escribir en catalán por no resignarse a ser un poeta local. Y en la actualidad, ¿obliga alguien a aprender inglés a los «escolinos», lo mismo en Asturias que en Sumatra? Desde luego que no: pero aunque sus padres sean tan antinorteamericanos como Zapatero, entienden que es lo más conveniente para sus vástagos, a no ser que quieran reducirlos a calzar «corizas», no por pintoresquismo, como quien viste el «traxe» o «vistíu», sino porque, hablando la lengua del lugar, no van a tener otro horizonte.
La Nueva España · 30 octubre 2005