Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


Gracia Noriega, Bajo las nieblas de Asturias

Ignacio Gracia Noriega

«El rey Lear»

«El rey Lear», una de las tragedias más terribles, conmovedoras y lúcidas de William Shakespeare, escrita en 1605, procede de una obra antigua, propiedad de la compañía de Shakespeare, y la parte correspondiente a Gloucester y sus dos hijos, a la «Arcadia», de sir Philip Sidney. Pero Lear es también un personaje cuya historia se relata en la Historia de los Reyes de Britania, de Geoffrey de Mommouth, que le hace contemporáneo de los profetas Isaías y Oseas y de la fundación de Roma. Era hijo de Bladud, a quien sucedió, «gobernando enérgicamente el país por espacio de sesenta años». De tan largo reinado, Mommouth tan sólo consigna dos hechos: que construyó la ciudad de Leicester y que, habiendo tenido tres hijas, Goneril, Regan y Cordelia, dividió el reino entre ellas, aunque acto seguido deshereda a la más joven, porque se niega a hacer falsas declaraciones de amor paternal, como sus hermanas, y la destierra a Francia, con cuyo rey se casa. El relato de Mommouth coincide con el de Shakespeare, salvo en el final, que puede considerarse como un «final feliz». El rey de Francia emprende guerra contra las perversas Goneril y Regan, y repone en el trono a Lear, que vuelve a reinar por espacio de dos años, sucediéndole Cordelia, cuyo reinado es sosegado hasta que empiezan a hostigarla sus sobrinos, los hijos de Goneril y Regan, de tan mala entraña como sus madres respectivas.

«El rey Lear» propone varias cuestiones, algunas de gran actualidad. Un rey cansado e inconsciente divide su reino: lo mismo da que lo haga entre sus hijas o en reinos de taifas que el resultado es igualmente trágico, y al final, aunque reunificado el reino, la corona pasa a otras manos, a las de Edgar, el hijo legítimo de Gloucester, ya que la estirpe de Lear se extingue con la muerte desastrosa de todos sus miembros. También se plantea el odio entre hermanos, la relación familiar maldita, ya desde el Génesis: Goneril envenena a Regan y Edgar mata de una estocada a Edmundo. En estas relaciones fraternales predominan el engaño y la traición. No se trata de invocar a Caín y Abel, sino de reconocer que Edgar tiene motivos más que sobrados para matar a su hermano (un bastardo de la estirpe de Casio o Yago).

Lear, monarca fanfarrón y arrogante, pretende seguir viviendo como rey, pero desentendiéndose de las labores del gobierno. Mas al ceder la corona a sus dos hijas mayores, no tarda en descubrir que ya no es rey, y queda expuesto a humillaciones y desplantes. Una cosa son las promesas que le hicieron y otra, la dura realidad de un personaje majestuoso a quien las hijas empiezan no admitiéndole la escolta que se había asignado y que termina arrojado a la noche, en medio de la tormenta, en compañía de su bufón y de un fiel cortesano, Kent, que debe disfrazarse para continuar sirviéndole. La inconsciencia del rey es la causa de su locura, de la muerte de sus tres hijas, incluida Cordelia, la única que dijo siempre la verdad y nunca tuvo la menor tentación de dominarle, y del propio Lear, que no puede soportar la muerte de Cordelia. La irresponsabilidad de Lear no tarda en volverse contra él mismo y contra sus hijas, de lo que se deduce que fragmentar el reino es peligroso y sangriento. El desorden es la consecuencia de la división, y, como dice Albany: «Si los cielos no envían pronto a sus ángeles en forma ostensible para reformar tan viles ofensas es que la Humanidad va a hacer presa forzosamente en sí misma, como los monstruos del abismo» (Ac. IV, e. II).

Según Wilson Knight, «El rey Lear es grande por la abundancia y riqueza de su áelinoa humana, por el enfoque de su creación, que edifica una maciza unidad, de hecho un universo, de una sola cualidad a partir de diversas unidades diferenciadas; y por un positivo y determinado tratamiento del tema de la expiación. Lear, expía con lágrimas y sangre su grave delito de no estar a la altura de sus obligaciones como rey, poniendo en peligro la unidad y el orden del reino. Amargamente reconoce que «apenas hemos nacido cuando ya lloramos por el desconsuelo que sentirnos de haber entrado en este vasto teatro de locos». Sólo que él se da cuenta tarde de que podría haber sido más cuerdo; ahí su tragedia.

La Nueva España · 9 diciembre 2005