Ignacio Gracia Noriega
Del mar y alrededores
Joseph Conrad, adaptación al inglés de su nombre polaco Józef Teodor Konrad Korzeniowski, había nacido en Berdiczew (Ucrania), en 1857. Las mayores desgracias de Polonia, históricamente, fueron hacer frontera con Alemania y Rusia; la familia Korzeniowski, perteneciente a la pequeña nobleza rural, padeció la segunda. Quien había de ser con el tiempo uno de los mayores novelistas de Inglaterra y del mundo abandonó Polonia siendo muy joven y se refugió en el mar. En 1874 embarcó en el puerto de Marsella, pero el carácter francés no se adecuaba al estricto código moral de Conrad; tampoco ser un apátrida. En esta época hizo contrabando en beneficio de la causa legitimista y de los carlistas españoles (a quienes se refiere en «La flecha de oro» y «El espejo del mar»). En 1878 entra en un barco inglés como aprendiz y en 1886 obtiene la nacionalidad británica y la licencia de capitán de la Marina mercante bajo la Union Jack. Varios años más tarde, en 1895, publica su novela «La locura de Almayer» y al año siguiente se retira del mar, estableciéndose en el condado de Kent para escribir sobre el mary sus alrededores. Probablemente nadie haya escrito sobre este tema como él en la época moderna. Si no se conocieran detalles de su biografía como los que acabamos de exponer, se le tomaría por un escritor tan inglés como Kipling, aunque más pesimista.
Dedicado en exclusiva a la literatura (que es la única forma decente de ser escritor), en 1909 está escribiendo dolorosamente una novela que él califica de «torpe título», aunque a mí me parece magnífico, «Under western eyes» («Bajo la mirada de Occidente»), en la que se refiere a la tragedia de su Polonia natal, bajo la bota claveteada y el «knut» rusos. Por entonces recibe una larga carta de otro capitán de la Marina mercante, Charles M. Marris, que aviva en él nostalgias marineras. Así nace el volumen «Entre tierra y mar», aparecido en 1912 y, por cierto, dedicado al capitán Marris, que reúne tres novelas cortas: «Una sonrisa de la fortuna», «Quien compartió un secreto» y «Freya, la de las siete islas», publicadas previamente en revistas, entre 1910 y 1912. Este volumen, a diferencia de «Cuentos de inquietud», cuyos componentes («La laguna», «Karain», «Los idiotas», «Una avanzadilla del progreso» y «El regreso»), se ha publicado en español por separado hasta la edición de Valdemar de 2002, Siempre se ha editado respetando su carácter unitario, aunque una anterior edición de Destino, con traducción de Rafael Vázquez Zamora, lleva el título de «Freya, la de las siete islas», seguramente por considerarlo más vistoso, y titula «The Secret Sharer», que en la edición que pasaremos a comentar lleva el título de «Quien compartió en secreto», como «Mi otro yo», lo que, en mi opinión, dirige la atención del lector al tema del doble, cuando en este relato, el más breve de los tres, el principal es otro no menos angustioso: el de la persona que esconde a otra en un espacio reducidísimo, bien sea la celda de un monje (en «El monje», de Lewis), la habitación de un oficial («Golovin», de Jakob Wassermann) o el camarote de un barco mercante («A la cita de los Terranovas» y «Pasajero clandestino», de Georges Simenon).
Estas tres novelas son de mar, evidentemente (sus personajes son marinos), y de alrededores: de acuerdo con los subtítulos, «Una sonrisa de la fortuna» es un «relato portuario», «Quien compartió en secreto» es «un episodio de la costa» y «Freya, la de las siete islas», una «historia de las aguas someras». El relato más marino de los tres es «Quien compartió en secreto», que Conrad considera una novela «de calma» (junto a «La línea de sombra»), en contraste con las «novelas de tormenta» («El negro del "Narcissus"» y «Tifón»); el más trágico, «Freya, la de las siete islas, pese a que los personajes están presentados como cómicos; el más autobiográfico, «Una sonrisa de la fortuna»: no sabemos si Conrad, en uno de sus viajes, renunció a un amor, pero sí que hizo un buen negocio con patatas. Las tres dan la medida de la amplitud y profundidad del mundo conradiano, de su moral austera, de un sentido del deber que no contradice la lucidez ni el individualismo irrenunciable. En su día, este libro constituyó un gran éxito de público. Sus virtudes literarias se mantienen hoy con la frescura de entonces, y la traducción de Carmen Francí, en la excelente edición de Alba Editorial (Barcelona, 2004), realza la potencia, el esplendor y la melancolía de los relatos.
La Nueva España · 15 agosto 2006