Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


Gracia Noriega, Bajo las nieblas de Asturias

Ignacio Gracia Noriega

Las leproserías asturianas

El paso de peregrinos por Asturias, hacia Santiago o hacia algún santuario más próximo que albergara sagradas reliquias, ha dejado huellas numerosas en cultos populares y en la toponimia. El término «malatería» se repite en diversas localidades asturianas, y persiste en Oviedo como nombre de un edificio del muy significativo barrio de San Lázaro, que, después de haber sido malatería u hospital de leprosos desde el siglo XII, se transformó en 1929 en la casa de Caridad que acogía a ancianos y enfermos desamparados, siendo al cabo de casi ocho siglos de actividad «la institución sanitaria más antigua de cuantas existen en Asturias y posiblemente en España», según Tolivar Faes. Estos hospitales o lugares de reposo de los peregrinos enfermos fueron objetos de los estudios de historiadores como Juan Uría Ríu y Fernando Carrera, entre otros, y de manera muy especial de médicos con derivación de historiadores, a quienes se deben obras tan importantes y documentadas como «Hospitales de leprosos en Asturias durante las edades Media y Moderna», de José Ramón Tolivar Faes, y «Las leproserías en el Camino de Santiago», de Adolfo Barthe Aza. Se suma a esta bibliografía médico-histórica «Un hospital milenario en Oviedo», discurso de ingreso en la Real Academia de Medicina de Asturias leído por Rafael Sariego García, ex director médico del Hospital Covadonga y ex subdirector médico del Hospital Universitario Central de Asturias. Rafael Sariego, además, es hombre culto, aficionado a la historia y a la hagiografía, y buen escritor que, sin duda, por haber desarrollado otras ocupaciones, no escribió todo lo que le hubiera gustado escribir.

Yo le conozco desde hace casi medio siglo, por haber coincidido en el Colegio de los Dominicos de Oviedo. Entonces nos hicimos amigos y seguimos siéndolo, sin interrupción. Rafael y nada digamos de su hermano José Ramón eran de los veteranísimos del colegio, pues formaban parte de aquella limitada aristocracia que había ingresado en el parvulario y aprendido a leer con sor Celina. De manera que los que llegábamos al colegio en primero o segundo de Bachillerato seguíamos siendo «nuevos» en relación con los hermanos Sariego y pocos más. A Rafael y a mí nos unía (también a Carlos García Valledor y a Antonio Masip, que vino después) un especial desdén hacia el deporte y cierta afición a navegar a nuestro aire.

También él y yo escribíamos en la revista del colegio, que dirigía el P. Inciarte, y Sariego fue hasta actor de teatro, interpretando el papel de abogado defensor en «El motín del Caine», de Herman Wouk. Esta obra, lo mismo que «Escuadra hacia la muerte», de Alfonso Sastre, era inevitable en las representaciones escolares, porque no había mujeres en el reparto. Sariego aparecía en escena con uniforme militar y con el brazo en cabestrillo. ¿Por qué el brazo en cabestrillo, si en el texto de Wouk no había ninguna indicación en ese sentido? Pues porque poco antes habíamos visto, precisamente en el cine del colegio, la versión cinematográfica de esa obra dirigida por Edward Dmytryk, y en ella el actor que incorporaba el abogado, José Ferrer (el intérprete de Cyrano de Bergerac y de Tulouse-Lautrec en «Moulin Rouge» de Huston), llevaba un brazo en cabestrillo porque lo había roto en un accidente de automóvil. Hasta ese extremo alanzaba la escrupulosa observación de Sariego.

Recuerdo ahora con melancolía el artículo que escribió en la revista del colegio el año que hicimos Preuniversitario. Era nuestra última colaboración en aquella revista. Sariego imaginaba qué sería de nosotros al cabo de los años. Un buen día, dos antiguos condiscípulos se encuentran en la calle. Les cuesta trabajo reconocerse; al cabo se saludan.

–¡Caray, Pepito!

Este «¡Caray, Pepito!», me quedó grabado. ¿Cómo sería el reencuentro de dos antiguos alumnos al cabo de medio siglo? Sariego lo contaba muy bien. Ahora, volvemos a encontrarnos en uno de los comedores del restaurante del Halcón Palace. Naturalmente, no nos costó trabajo reconocernos, porque nos vemos a menudo, y, además, Sariego está como en el colegio: afectuoso y sin una cana. Y no se tiñe, advierte, aunque en vísperas de Navidad cumple sesenta y un años. Así va pasando la vida, como se agota el espacio de este artículo. Me hubiera gustado comentar algo sobre su trabajo dedicado al Hospital de San Juan de Oviedo, donado por Alfonso VI en 1095 y destacar una verdad enorme que dice José Luis Mediavilla en su presentación. En un país en el que los políticos tienen pésima fama y hacen lo posible por reafirmarla, Sariego es de los poquísimos que demuestran que la política puede ser una actividad decente.

La Nueva España · 30 de agosto de 2006