Ignacio Gracia Noriega
Dos aniversarios proscritos:
Menéndez Pelayo y Baroja
Tiene toda la razón el doctor Fernando Monreal al manifestar su escándalo en el artículo «Por el recuerdo de don Pío Baroja», aparecido en La Nueva España hace poco. El caso es vergonzoso, propio de una dictadura totalitaria. Este año se cumple el cincuentenario del fallecimiento de Pío Baroja (1872-1956), el mejor novelista español de todo el siglo XX y el mayor de nuestra historia literaria, después de Cervantes y Pérez Galdós, y el mejor escritor vasco, junto con Unamuno, desde la remota Antigüedad de la que alardean sus paisanos utópicos hasta nuestros días, y, ante la posibilidad de hacer algún recordatorio con este motivo, los partidos separatistas han anunciado que «hay cosas más importantes que celebrar». Y menos mal que sus socios y cómplices no leen, porque, si se enteran de lo que Baroja escribió a lo largo de toda su vida sobre los socialistas, le prohíben por decreto del ministro del Interior. Si al concejal de Cultura de cierta localidad del occidente astur se le ocurre leer la recién publicada «Miserias de la guerra», ordena quemarla y mete a Baroja en el nuevo índice de libros prohibidos. Porque la «corrección política» no es otra cosa que el renacimiento del Santo Oficio. ¿Y por qué tanta inquina de los vascos separatistas hacia el mejor vasco del siglo XX? Nos lo explica muy bien el doctor Monreal: «Don Pío publicó toda su obra en castellano, con aplastante naturalidad, diciendo lo que pensaba y sin importarle gran cosa si su producto literario era bien visto por el mandamás de turno, y, claro, esto no le ha gustado nunca a los mal llamados nacionalistas». Baroja era todo lo contrario del escritor sumiso, esto es, del «políticamente correcto» de la socialdemocracia, y dio motivos suficientes para estar proscrito en el presente frentepopulismo, porque era liberal, español, antisocialista y, sobre todo, porque era independiente. Hace más de treinta años, el poeta comunista vasco Gabriel Aresti le reprochaba que no hubiera escrito en vasco; hoy, con la peculiar versión comunista-separatista de Llamazares, a Baroja no sólo debería prohibírsele, sino, si viviera, reeducarle de acuerdo con las normas de educación «políticamente correctas» organizadas por el actual «vigilante intelectual» Peces-Barba y otros «demócratas».
Pero la repercusión no se reduce a don Pío Baroja, que ya se ha insinuado en este artículo que era algo rebelde y contrario al «pensamiento común» y no creía ni en el socialismo ni en el nacionalismo: esto es, no creía en el nacionalsocialismo. También la nueva Inquisición se extiende hacia otro escritor ilustre, don Marcelino Menéndez Pelayo (1856-1912). Coincidiendo con el 150.º aniversario de su nacimiento, y, seguramente para celebrarlo, la catalana Rosa Regás, «progre» contrastada y socialista de ocasión y, por ello, directora de la Biblioteca Nacional, ha dispuesto que la estatua de don Marcelino sea retirada. ¿Qué hace la estatua de un reaccionario de tal calibre en una institución cultural como la Biblioteca Nacional, en pleno régimen socialnacionalista? Se empieza retirando la estatua de don Marcelino, y para no hacer las cosas a medias, también se deberían retirar sus libros de la circulación: cosa que le estaría muy bien empleado por «carca». Aunque esto le parezca escandaloso a algún liberal mojigato como yo, pero lo verdaderamente escandaloso es que Rosa Regás sea la directora de la Biblioteca Nacional. A partir de ahí, puede esperarse cualquier cosa.
Don Marcelino Menéndez Pelayo, en cualquier caso, no tiene su estatua en la Biblioteca Nacional porque la puso el Ayuntamiento, sino porque fue su director, nombrado en julio de 1898 por el Gobierno liberal de Sagasta, pese a que las ideas conservadoras de don Marcelino eran de sobra conocidas y él no se recataba al manifestarlas. Aquellos tiempos eran los de otra España, acaso mejor que ésta, que lleva camino de no ser España. Don Marcelino en estatua, leyendo un libro, es una figura gigantesca de la cultura española, y que Rosa Regás ocupe el puesto que él ocupó es como poner a una pulga en el lugar en el que antes estuvo un elefante. La labor de don Marcelino, en el desbrozamiento y puesta en orden de la cultura española, no tiene equivalente en la historia cultural europea, y bien puede ser calificada de titánica. Su obra es inmensa, casi inabarcable, poco menos que inconcebible. Entró hasta en los rincones más apartados de nuestra literatura y de nuestra historia, y no sólo fue erudito e historiador, sino que se permitió ser un crítico literario apasionado y brillante, y hasta poeta en ratos de ocio. Hoy, que la erudición se hace en equipo, sorprende que don Marcelino haya hecho él solo lo que no han sido capaces de hacer multitud de equipos subvencionados e informatizados. Si hay algo incompatible con el genio es un erudito, por lo que en don Marcelino se da el caso único del erudito genial. Ningún otro registran las erudiciones académicas. Y, como buen conservador que era, en el fondo era un liberal y, al final de sus días, también en la forma. Pero nos olvidamos que el nacionalsocialismo considera sospechosos a los liberales. También se dijo de él que era «regionalista de todas las regiones españolas». Pero no admitía que el regionalismo pudiera fragmentar España, y esto hoy está mal visto.
La Nueva España · 31 de agosto de 2006