Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


Gracia Noriega, Bajo las nieblas de Asturias

Ignacio Gracia Noriega

Pierre Corneille

Aunque parezca mentira, en este país de afrancesados que siguen la norma del imperio aunque digan despreciarlo por «corrección política», hubo una época en que los franceses se españolizaban, y ejemplo sobresaliente e indiscutible de esa españolización es uno de los monumentos de la literatura clásica francesa: «El Cid», de Pierre Corneille, basado en «Las mocedades del Cid», de Guillén de Castro. Con lo que un héroe español muy característico se convierte en el protagonista de una de las obras maestras de la literatura francesa. Encuentro un poco aldeano alardear de estas cosas, pero necesario en la presente situación a la que nos ha conducido Zapatero, no sea que, por adecuarnos a la «corrección política», demos todos en apátridas como el mencionado gobernante, don Rodrigo Díaz de Vivar incluido. Lo normal sería que ya que estamos en el cuatrocientos aniversario del nacimiento de Corneille (nacido en Ruán el año 1606), «Le Cid» se representara con todos los honores en el Teatro Nacional, si es que queda Teatro Nacional, que no lo sé. Aunque temo que el afrancesamiento presente va por otros rumbos, y sin llegar a los excesos del P. Isla, que acusaba a M. de Lesage de haber robado a España el asunto de «Gil Blas de Santillana», no veo por qué un teatro nacional español no va a incorporar a su repertorio una obra de asunto español, aunque sea de las más representativas de la literatura del país vecino. Pero caigo en la cuenta de que no existe en la actualidad un teatro nacional español, de manera que malamente se, podrá interpretar aquí el mejor teatro clásico francés.

«El Cid», de Corneille, es un anacronismo puro, empezando porque se desarrolla en una localidad tan poco cidiana como Sevilla. Pero las cuestiones de detalle importan poco, habida cuenta que lo que se dilucida en la obra es de índole distinta a reparar en si donde se dice Sevilla debería poner Valencia o Burgos, pongo por caso. Una vez más se plantea en esta obra la disyuntiva entre amor y deber. Rodrigo ama a Jimena, pero el padre de Jimena ha ofendido gravemente al padre de Rodrigo. El dilema es grave, pero, al cabo, como los verdaderos héroes no dudan, Rodrigo cumple con su deber hacia su padre y no pierde el amor de Jimena. Ateniéndose Corneille a las tres unidades aristotélicas (de lugar, de acción y de tiempo), para ser personaje irreprochablemente clásico, a Rodrigo no le queda otro remedio que ser extraordinariamente activo, y en veinticuatro horas, y sin moverse de Sevilla, interviene en dos duelos y una batalla contra los moros sin contar los debates que ha de mantener con los restantes personajes y las escenas con Jimena, todo ello expuesto en irreprochables versos neoclásicos.

Este Cid fogoso y apasionado tiene poco que ver con el sosegado Mío Cid del viejo cantar medieval, que delega en dos de sus paladines la venganza de sus hijas, afrentadas en el robledal de Corpes por los infantes de Carrión (que también defienden su ruindad por medio de campeones interpuestos). Es, por el contrario, el Cid joven e impetuoso del Romancero, de donde procede la obra de Guillén de Castro, que bien se ocupa de señalar, ya desde el título, la juventud del héroe. Pero el Cid de Corneille es algo más complejo que el del romancero; como escribe Raymond Picard: «En "Le Cid", Rodrigo no se ve en modo alguno obligado, como parece en una interpretación simplista, a optar entre el amor que no sería más que una pasión tarada de debilidad, y el honor que le dicta su deber; el amor reflexivo, el que se siente y se reivindica para un ser considerado digno de él, es también un deber. Rodrigo, en su meditación lírica al final del primer acto, llegará a decir: "Yo le debo a mi amada tanto como a mi padre". Por otra parte, estos dos deberes no se encuentran verdaderamente en conflicto. Si no venga a su padre ofendido, Rodrigo merecerá el desprecio de Jimena y, en consecuencia, perderá su amor, pues el amor que Jimena le tiene supone estimación y hasta admiración».

Corneille plantea en su teatro, no sólo en «El Cid», el enfrentamiento entre dos exigencias dolorosas, sublimes y esenciales. «A primera vista, éstas parecen ocupar una posición central en algunas de las tragedias más conocidas», escribe Picard. Sus héroes, precisamente por su carácter heróico, trátese de Rodrigo, de Horacio, de Edipo o de Nicomedes, presentan una talla por encima de la habitual. A veces se percibe en ellos un lejano latido de tragedia griega, pero las ideas que expresan los delatan como franceses de su época; ya no se trata de que el Cid actúe en Sevilla, sino de que Edipo reconozca que el cielo, «por dar a las acciones su lugar o su premio, / nos ayuda y nos deja luego a nuestro albedrío», como si fuera un jesuita. Edipo es lo más inadecuado para representar el libre albedrío, porque es víctima del destino inflexible. No obstante, sirve a los intereses ideológicos de Corneille. El cual compone con Moliere y Racine el gran teatro francés clásico. Moliere siempre será un autor actual y Racine inactual. Seguramente por no ser tan grande como ellos, Corneille es un autor muy de su época, que puede ofrecer en la nuestra alguna sorpresa aprovechable.

La Nueva España · 21 septiembre 2006