Ignacio Gracia Noriega
Un español gigantesco
Marcelino Menéndez Pelayo, español descomunal y apasionado, nació el 3 de noviembre de 1856, por lo que estamos en el 150.° aniversario de su nacimiento, que su sucesora actual en la dirección de la Biblioteca Nacional se dispone a celebrar retirando su estatua del lugar que hasta ahora había ocupado, para darle un justo escarmiento por haber sido un «carca», y, acaso también, por ser más sabio y trabajador que ella y que siete veces siete millones de «progres» como ella. Que don Marcelino es un caso contumaz (él, que tanto utilizó esa palabra) de «incorrección política» lo manifiesta esta página en la que adivina la España de Zapatero: «Presenciamos el lento suicidio de un pueblo que, engañado por gárrulos sofistas, emplea en destrozarse las pocas fuerzas que le restan, hace espantosa liquidación de su pasado, escarnece a cada momento las sombras de sus progenitores, huye de todo contacto con su pensamiento, reniega de cuanto en la Historia hizo grande, arroja a los cuatro vientos su riqueza artística y contempla con ojos estúpidos la destrucción de la única España que el mundo conoce, la única cuyo recuerdo tiene virtud bastante para retardar nuestra agonía. Un pueblo viejo no puede renunciar a su cultura sin extinguir la parte más noble de su vida y caer en una segunda infancia muy próxima a la imbecilidad senil».
Don Marcelino era, con toda probabilidad, el europeo más prodigioso de su tiempo. Busco otros que puedan equiparársele; tal vez Mömmsen. Pero Mömmsen realizó el esfuerzo monográfico de reconstruir la historia de Roma, empresa ciertamente titánica, mientras don Marcelino desbrozó, descubrió, limpió, ordenó y puso en pie partiendo poco menos de la nada las vastas dependencias de la cultura española, construyendo no sólo los cimientos, sino levantando la totalidad del edificio monumental, que decoró con prosa elocuente, que a muchos tarados con pretensiones les puede parecer impropia de trabajos «científicos», porque no era, además y encima, un seco y carcomido erudito al uso, sino un artista de la lengua, tanto en prosa como en verso. Su verso ha envejecido, desde luego, y los estudios históricos y literarios de hoy se escriben de otro modo, pero ello no e motivo para renunciar a la obra sin medida de don Marcelino, sn la cual la mayoría de las obrillas que se pretenden «científicas» nú hubieran sido posibles. Estudió como nadie, con más entusiasmo y dedicación que nadie, nuestra historia, nuestra literatura y muestra ciencia, y fue, como le describe Emilio Alarnos, «copio sísimo erudito, crítico perspicaz y sugestivo, y siempre, con segura intuición, cazador de lo esencial».
Don Marcelino era un titán, como lo fue Pizarro, conquistando Perú con trece de los suyos, o Cortés internándose en México después de haber quemado las naves. Leyó mucho más de lo que humanamente puede leerse y escribió más de lo que se puede escribir a lo largo de una vida, por lo demás relativamente corta. No hay muchos esfuerzos que puedan equiparase a aquel gran esfuerzo. No por ello, don Marcelino dejó de tener otras ocupaciones y de viajar. Era solterón y de condición sedentaria, pero la cátedra, la Biblioteca Nacional, la Academia, los compromisos editoriales, la política (senador por la Universidad de Oviedo, entre otros cargos) e ir de Madrid a Santander de vez en cuando, le llevarían tiempo. En lo que a amores se refiere, en cierta ocasión se lió a garrotazos con el actor Ricardo Calvo dentro de un carruaje de alquiler que recorría las calles de Madrid con las cortinillas echadas a causa de lo que Pla llamaría «una señorita de poca formalidad». Y rendía culto a la amistad, y también, qué demonios, a Baco, y escribía prólogos a las obras de los amigos, y sabía de prehistoria, y tradujo a Shakespeare, y era «católico a machacamartillo», y un conservador con rasgos inequívocamente liberales, y amaba, por encima de todas las cosas, la belleza y claridad de los clásicos y a «la espaciosa y triste España». Ahora se pretende considerar a uno de los españoles mejores de toda época como a un delincuente. Qué país.
En esta España no menos zaragatera que la de Antonio Machado, pero «progre», no nos merecemos a don Marcelino, pero mucho menos a comisarias políticas como Rosa Regás, su sucesora antiespañola en la Biblioteca Nacional de España.
La Nueva España · 29 septiembre 2006