Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


Gracia Noriega, Bajo las nieblas de Asturias

Ignacio Gracia Noriega

Evangelios soñados

Alguna vez escribí que Cristóbal Serra, seguramente el mayor escritor español vivo, a quien Octavio Paz calificó como «el ermitaño de Mallorca», era «el escritor más bíblico de España», y él debe estar de acuerdo, porque lo coloca en la contraportada de su libro reciente, «La flecha elegida» (Ediciones Cort, Mallorca, 2006). Aquí se ratifica no sólo como el más bíblico de los escritores actuales, sino como un escritor plenamente bíblico o, por decir con más exactitud, evangélico. Pues Cristóbal Serra, a su modo, se ha apropiado la función de evangelista en los albores de una época más zapatera que evangélica; quiero decir, que según algúnos testimonios, Ashvero, el judío errante, remendaba calzado, en previsión de las muchas leguas que le quedaban por andar. Así lo dice Feijoo, entre otros, según quien hubo tres judíos errantes, uno fundidor del becerro de oro que Moisés tiró al polvo, otro gentil y portero de Pilatos y el tercero «se llamaba Asuero y ejercía el oficio de zapatero a la puerta de Jerusalén». Cernuda lamentaba que la literatura española moderna no hubiera recibido la influencia de las literaturas clásicas, y al autor más adecuado para recibirla, a Unamuno, sólo se le notaba la condición de helenista en que había obtenido cátedra de Griego en Salamanca. La tradición bíblica, la otra gran tradición del hombre de Occidente, se interrumpió asimismo, aunque Unamuno era más bíblico que helénico, y con la excepción bastante superficial de León Felipe, cuyo versículo procede más de Whitman que de los Salmos, Serra recupera a su modo la tradición ilustre de fray Luis de León, fray Luis de Granada y el olvidado Bernardino de Rebolledo, señor de Irián, uno de los escritores más sugestivos y personales del siglo XVII, traductor, en buena poesía, de los «Trenos» de Jeremías. A Serra le interesan sobremanera los libros bíblicos de Job, Jonás y el Apocalipsis, que son los que más me interesan a mí, con el añadido del Génesis, de las Crónicas y de Isaías. También los Evangelios, de los que «La fecha elegida» es reflejo, más que reescritura, no sólo siguiendo los textos de los Evangelios canónicos, sino las extrañas visiones de la Vidente de Dülmen, a quien califica como «la más grande visionaria de todos los tiempos». No es ésta la primera ocasión en que Serra se ocupa de Ana Catalina Emmerick. «Ya saben, pues, cuál es la cantera de la que se extrajeron los sillares para edificar esta obra que no me atrevo a calificar de enteramente personal -señala en las cortas "Explicaciones necesarias" que preceden a "La fecha elegida"- como en las "Visiones de Catalina de Dülmen" que convertí en narración, en esta ocasión, lo realizado es una exposición personal salpicada de interpretaciones y de toda suerte de argumentos». Refiriéndose a las visiones de Catalina sobre la vida y pasión de Cristo, Serra afirma en «Biblioteca parva» que «leída sin prejuicios, está "summa" inmensa de la "Vida de Nuestro Señor Jesucristo", lleva el sello impreso, inimitable e irrefutable de la autenticidad». No podía ser menos, ya que Catalina vivió «crucificada» desde el 29 de septiembre de 1812 hasta el mes de febrero de 1824 en que murió. «Digo crucificada -precisa Serra- porque Ana Catalina padeció la misma cruz de Cristo; en su carne se reprodujeron las heridas de los clavos en manos y pies, las lanzadas en el costado y la corona de espinas en la frente».

Ana Catalina Emmerick había nacido en una humilde granja de Flamske, cerca de Dülmen, en Westfalia, el 8 de septiembre de 1774. Del mismo modo que Juana de Arco oía voces siendo niña, Catalia empezó a tener visiones a partir de los cuatro años de edad. Muy niña aún la metieron a monja agustina, como mi buena amiga y «princesa de Asturias», Amelia Valcárcel y Bernaldo de Quirós, pensadora áulica, fue monja clarisa antes que abadesa societaria. Llevaba, Catalina digo, no Amelia, cilicio de alambre y escapulario de penitencia. Sus visiones y revelaciones fueron recogidas por Clemente Brentano, el hermano de Bettina von Arnim, la amiga de Goethe y esposa del poeta Achin von Arnim, a quien se debe un verso que deslumbra como un diamante en la noche: aquel que nombra a la Polar como «estrella de las noches de invierno». Brentano, el romántico alemán de «talento más variado», según Modern, recogió las visiones de la monja en sus diarios, que fueron publicadas póstumamente, «produciendo un gran revuelo en los medios eclesiásticos, poco proclives a dar crédito al visionario», según advierte Serra.

Es, por tanto, «La flecha elegida» el interior de una muñeca rusa que se abre, cuenta los unos y las otras. Serra escribió este libro detallado, teniendo en cuenta la advertencia con que Juan cierra su Evangelio: «Y hay también otras muchas cosas que hizo Jesús, las cuales si se escribieran una por una, pienso que ni aún en el mundo cabrían los libros que se habrían de escribir». Uno de esos infinitos libros es éste, que a su vez contiene otros muchos libros, desde aquel de Eloy en que Serra encontró a la visionaria Emmerick hasta el reencuentro inevitable con el Apocalipsis en la página que dedica a la destrucción del templo, profecía que dio lugar al Apocalipsis reducido que Marcos incluye en su relato, y que termina con una sombría advertencia: «Velad». «La flecha elegida» es otra biografía y exposición de Jesús, minuciosa y profunda porque las visiones de la monja Emmerick eran arrebatadas y plásticas, y la recreación del mundo bíblico le es familiar a Serra, como lo demostró en «La noche oscura de Jonás». No es obra hagiográfica en un sentido estricto, sino algo mucho más profundo, debido a alguien que tiene en cuenta que «Jesús ofrecía una constante interpretación poética de la ley frente a la salvaguardia prosaica del fariseo».

La Nueva España · 21 diciembre 2006