Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


Gracia Noriega, Bajo las nieblas de Asturias

Ignacio Gracia Noriega

El profesor Coletes y el Dr. Johnson

La primera referencia que tuve de Agustín Coletes fue oral: Santiago Melón le consideraba un hombre muy trabajador, esto es, un hombre de excepción, dado que Melón estaba convencido de que en este país se trabaja poco. Y antes de saber a Coletes casado con Alicia Laspra, la autora de un libro excelente, Intervencionismo y revolución, el mejor que se ha escrito sobre las relaciones entre Asturias y Gran Bretaña durante la guerra peninsular, encontré su firma en diversos números de aquella revista memorable que fue Los Cuadernos del Norte. Artículos bien hechos y bien documentados, y por desgracia pocos, sobre Inglaterra y Ramón Pérez de Ayala, antecedente de su libro Gran Bretaña y los Estados Unidos en la vida de Ramón Pérez de Ayala, sobre A.M.D.G., sobre Palacio Valdés y Dickens (dos novelistas con aspectos comunes, aunque, lamentablemente, don Armando no sea Dickens) y no recuerdo si algún otro. Gran Bretaña y los Estados Unidos en la vida de Ramón Pérez de Ayala, obra publicada en 1984, procedente de su tesis doctoral sobre Pérez de Ayala e Inglaterra, es el fruto de una labor paciente y ordenada, con pretensiones exhaustivas, que incluye «la lectura atenta de los escritos de Pérez de Ayala, la consulta de abundante bibliografía sobre el autor, su obra y su tiempo y el rastreo pormenorizado de las fuentes documentales». Otro asunto que ha merecido la atención de Coletes es la presencia de viajeros ingleses en España, del que es muestra el estudio sobre Viajeros ingleses en la villa y puerto de Gijón: de la Edad Media a la época romántica, que, sin duda, merece una elaboración más amplia.

Autores y viajeros ingleses escribieron la mejor literatura de viajes de los siglos XVIII y XIX. Dos variantes ofrece la narración viajera en el siglo XVIII: la filosófica, de la que es exponente el Diario de mi viaje del año 1769, de Herder, en la que el viaje queda relegado a segundo término y acaba convirtiéndose sólo en pretexto de otro tipo de exposiciones, y el viaje como recorrido de un territorio, que se relata con exactitud y meticulosidad. Citaré dos relatos, obras maestras del género, en los que las coincidencias son más que notables: el Viaje a las islas occidentales de Escocia, de Samuel Johnson, de 1775, y el viaje de Joseph Townsend a España en 1786 y 87. Coletes ha emprendido la traducción del primero de estos viajes, que ahora se publica en una preciosa edición de KRK, con limpia impresión, claro papel y evocadoras ilustraciones de la época. Se trata de la primera traducción al español de este viaje, que según Macalulay merece «estas muestras de interés, porque aún hoy se lee con gusto». Y si se leía con gusto en el siglo XIX, continúa leyéndose con agrado en el siglo XXI, aunque sea a costa de contradecir a Chesterton, que advertía que no se debe contradecir a Johnson porque no se puede contradecir a un diccionario, pero que aseguraba, en evidente referencia a su biografía, escrita por James Boswell, que «es evidente que Samuel Johnson nos parece más lleno de vida en un libro escrito por otra persona que en todos los libros escritos por él». No obstante, en el Viaje a las islas occidentales de Escocia, de Johnson, hay tanta vida como en la Vida de los poetas, aunque sea otro tipo de vida. Pues aquí no se trata de los poetas ingleses o de encararse razonablemente con Shakespeare, aunque no falta en sus páginas un curioso poeta hereditario de quien escribe Johnson: «Casi todos los oficios caseros eran según creo hereditarios, y es probable que el poeta laureado de un clan fuera el hijo del anterior. La historia del clan no podía conservarse o transmitirse de ninguna otra manera, y ¿qué inspiración podía esperarse de un poeta que no lo era por herencia?». Los tipos que aparecen en estas páginas están vivos, y así los trasmite Johnson: por ejemplo, la hija del posadero de Anoch, a la que Johnson regala un ejemplar del tratado de aritmética de Edward Cocker; o el cortés pero minucioso coronel de Fort Augustus, que les pidió disculpas porque «a horas tan tardías, el reglamento sólo le permitía franquearnos la entrada por el postigo».

Según confiesa Johnson en el comienzo de la obra, proyectaba desde hacía tiempo viajar a Escocia hasta que en 1773 «me indujo a emprender viaje hallar en el señor Boswell a un compañero cuya inteligencia ayudaría a mis pesquisas y cuya amena conversación y cortés conducta compensan sobradamente las incomodidades de viajar por tierras menos hospitalarias que las ya recorridas». Ni Backford ni lord Byron, que años más tarde viajarían como auténticos potentados, pudieron permitirse el lujo de Johnson, de viajar acompañándose de su propio biógrafo.

Muchas curiosidades, amenidades y maravillas se encuentran en este relato que Johnson se propone escribir llanamente, porque hacerlo con el estilo solemne de un tratado de geografía le parecía frívola ostentación. Cosa curiosa, observa en Escocia aspectos que viajeros ingleses señalaron en Asturias, como la deforestación, denunciada por Edward Clarke, o montañeses que bajaban a las iglesias armados como los que Ambrosio de Morales vio en el templo de Abamia. Como Townend en Somiedo, Johnson encuentra que en Glenalg no había carne, ni pan, ni leche, ni huevos, ni vino, pero sí whisky, lo que es un consuelo. Tampoco había robos en Escocia, a lo que Johnson anota maliciosamente que «donde hay tan potos viajeros, ¿por qué tendría que haber salteadores?». También describe el bufón de Buchan, fenómeno observado con anterioridad por Olao Magno y por Laurent Vital a su paso por Asturias. Y junto a detalles tan preciosos, observaciones muy sensatas sobre la riqueza de los pueblos o la pérdida de su identidad.

La Nueva España · 6 marzo 2007