Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


Gracia Noriega, Bajo las nieblas de Asturias

Ignacio Gracia Noriega

«Protogaea»: la historia total

Tanto como se habla ahora de «cultura» (a veces, con ribetes políticos, pues a lo que se aspira es a la «cultura a costa del Estado»), sería muy de lamentar que no se destacara la primera edición en español de la «Protogaea» de Gottfried Wilhelm Leibniz, obra de Evaristo Álvarez Muñoz, realizada por una editorial asturiana, KRK. No se trata de simple folclorismo subvencionado, como podría serlo cualquier estrambótica traducción al bable, sino de la obra de uno de los grandes filósofos ilustrados europeos vertida a una lengua de cultura. Que una editorial asturiana traduzca por primera vez este texto al español confirma la apreciación de Ernts Robert Curtius de que Asturias, a pesar de los pesares, está abierta a la «mar del mundo». El libro, dentro de una colección en la que se han editado las «Meditaciones metafísicas» de Descartes, al cuidado de Vidal Peña; el «Viaje sentimental», de Laurence Sterne, y el «Viaje a las islas occidentales de Escocia», de Samuel Johnson, traducido por Agustín Coletes, es de gran belleza. No pecaremos de «chauvinismo» si apuntamos que tal vez sea KRK una de las editoriales que más cuida el libro en España. Respecto a la edición, es meticulosa, con abundancia de notas a pie de página, algunas convenientes, otras al alcance de cualquier diccionario enciclopédico. Debieran tenerse en cuenta para posteriores ediciones posibles algunas de las objeciones que Carlos Solís le hace en la reseña publicada en el último número de «Revista de Libros». Pero no entraremos en este terreno, sino en aspectos más sugerentes del texto de Leibniz.

Gottfried Wilhelm Leibniz (1646-1716) fue un gran espíritu ilustrado y enciclopédico que en 1666, después de doctorarse en la Universidad de Altdorf, renuncia a la cátedra universitaria que se le ofrece; pocos años más tarde, en 1670, entra al servicio del príncipe elector de Maguncia, Johann Philipp von Schönborn, y posteriormente al de la Casa de Brunswick, de la que es nombrado historiador en 1686. Su actividad mundana tiene una doble derivación como diplomático, con el desempeño de misiones en la corte de Luis XV y como bibliotecario que dirigió la Biblioteca de Hannover desde 1676 hasta su muerte. El autor de la «Monadología» y de «Nuevos ensayos sobre el entendimiento humano», sentó las bases del cálculo infinitesimal en la memoria titulada «Nuevo método para la determinación de los máximos y de los mínimos», expuso su proyecto de conciliación de las iglesias católica y protestante en «Systema theologicum», y desarrolló la teoría de la armonía preestablecida en «Nueva sistema de la naturaleza y de la comunicación de las substancias». Pero además era, no lo olvidemos, el historiador de la Casa de Brunswick, y algún tiempo y espacio había de dedicar a la mayor gloria de la grandeza a la que servía. Así, entre 1702 y 1711, publica «Scriptores rerum Brunsvicensi illustrationes inservientes», y al morir, en 1716 en Hannover, trabajaba en los «Annales imperii occidentis Brunsvicensis».

El filósofo al servicio de una casa noble no es infrecuente durante la Ilustración. El caso de Voltaire es sintomático. Posteriormente, el intelectual se libera de esta dependencia para acogerse en demasiados casos, y por voluntad propia, a la esclavitud mucho más opresiva de los partidos políticos. Durante dos siglos, intelectuales progresistas, pleno de mayor al progreso y a la humanidad, han contribuido a promover y justificar los más espantosos horrores de la época moderna. En este sentido, debe considerarse como mucho menos perniciosa la actividad de sabios como Leibniz, que disfrutaban de autonomía al servicio de sus señores, a los cuales, de vez en cuando, habían de satisfacer ofreciéndoles los frutos de su ingenio que pudieran interesarles. Es el caso de esta «Protogaea», obra de encargo y, al tiempo, el punto de partida de una concepción verdaderamente ambiciosa: la historia local entendida como una enciclopedia universal.

De la misma manera que el Génesis comienza desde el principio («En el principio creó Dios el cielo y la tierra»), Leibniz inicia los anales de la Casa de Brunswick también desde el principio. ¿Hay algo anterior a la tierra, al planeta Tierra, a la pura geología sobre la que se asienta Brunswick? No, desde luego. La historia de la Casa de Brunswick es uno de los episodios de la historia de la tierra, y en consecuencia, si se quiere empezar efectivamente por el principio, hay que recurrir a la geología, antes que a la numismática, a la paleografía, a la cronología y a otros muchos auxiliares de la Historia. El propio Leibniz nos lo explica en la introducción a este trabajo: «El conocimiento de las grandes cosas, aunque sea somero, impone ciertas exigencias. Así, para remontarnos hasta los orígenes más antiguos de nuestro país, deberemos referirnos al aspecto primitivo de la tierra, a la naturaleza del suelo y a lo que en él se contiene. Vivimos en la región más elevada y rica en metales de la Baja Alemania y nuestra propia tierra es materia de célebres conjeturas que a su vez alumbran y son apreciadas en otros lugares». A esto se le llama ser un historiador concienzudo. Sin duda, haber dirigido las minas de Harz al tiempo que escribía la crónica de Brunswick le habrá sido provechoso, convirtiéndole en un minero filósofo y en un historiador geólogo.

«Protogaea» es una de las primeras exposiciones geológicas que se pretende asentar sobre bases científicas. Pero ese «casi» que le falta para ser «científica» convierte la lectura de esta obra en una ocupación muy sugestiva, como si se tratara de un manual de «geología fantástica», en el que se unen citas de Virgilio con vastas intuiciones épicas, como cuando escribe que la naturaleza tiene por alambiques las montañas y por hornos los volcanes.

La Nueva España · 3 julio 2007