Ignacio Gracia Noriega
Mircea Eliade
«Nací en Bucarest el 9 de marzo de 1907», escribe Mircea Eliade al comienzo del primer tomo de sus memorias. Su padre, oficial del ejército apellidado Iremia, cambió el apellido por admiración hacia Eliade Radulesco, escritor rumano del siglo XIX. Como otros muchos escritores rumanos, Eliade fue un exiliado permanente, lo mismo que Cioran, Ionescu, Istrati o Vintila Horia, autor de la hermosa novela «Dios ha nacido en el exilio», sobre la que pesó la más fascista inquisición socialdemócrata. La mayoría de estos intelectuales renunciaron incluso a su lengua: Ionescu llegó a ser miembro de la Academia Francesa, y Eliade, al igual que otro exiliado insigne, Vladimir Nabokov, hizo suyas las lenguas francesa e inglesa. No por ello dejó de sentirse rumano, miembro de ese pueblo admirable y heroico, que se obstinó en ser latino ante las puertas de Oriente y que padeció las grandes maldiciones de la Historia, el acoso de los turcos y la dictadura del socialismo, y sobre el que escribió en 1943 un libro breve pero emocionante, «Los rumanos», en el que se demuestra una vez más que los pueblos que no hacen la Historia, la padecen: a los rumanos les ayudaron a soportarla la latinidad y el cristianismo, los dos grandes enemigos del socialismo y del Islam. Por este motivo es explicable que intelectuales tan lúcidos como Cioran, Ionescu o Eliade hayan bordeado compromisos políticos aberrantes. La historia de Rumania fue atroz, como la que corresponde a un pueblo de encrucijada y paso de invasiones, y Eliade y sus compañeros de generación son fruto de esa historia. Si Vasconia y Cataluña no hubieran sido España, tal vez hubieran padecido la historia terrible de los «pueblos sin historia»: una historia parecida a la de Rumania.
Huyendo de la Historia pero sin olvidarla, Eliade vivió en la India de 1928 a 1932, donde estudió sánscrito, se hizo algún tiempo eremita en el Himalaya y fue discípulo del filósofo Dasgupta. Previamente, la lectura de «I Misteri», de Pettazzoni, le había encauzado hacia la historia de las religiones. De regreso a Occidente, se doctora con una tesis sobre el yoga, fue profesor de Filosofía en la Universidad de Bucarest y agregado cultural de Rumania en las embajadas de Londres y Lisboa, donde comenzó una biografía de Oliveira Salazar: desvaríos a los que a veces obliga la amenaza marxista. Durante la Guerra Mundial se encontraba en Portugal, lo que le libró de colaborar con el mariscal Antonescu en su patria o ser asesinado por los soviéticos: a tales extremosidades conducía la pavorosa historia del terrible siglo XX. En 1945 comienza a escribir en francés y posteriormente lo hará en inglés. No regresó jamás a Rumania. Considerado como uno de los antropólogos y estudiosos de las religiones más importantes del mundo, fue profesor de la École de Hautes Études de La Sorbona y de la Universidad de Chicago. Probablemente, Mircea no sea un personaje ejemplar: lo más imperdonable, a mi juicio, es que haya aconsejado un aborto, aunque se arrepintiera posteriormente. Por eso, no debe considerarse la obra teniendo siempre presente al autor, y la de Mircea Eliade es fascinante. Para mí posee ese aire puro y luminoso de las primeras horas del día, de aquellos hermosos años en los que la lectura de «Herreros y alquimistas», «El mito del eterno retorno», «El chamanismo» y el «Tratado de historia de las religiones» me abrieron grandes ventanales en un ambiente un poco enrarecido por las insípidas florituras de la filología románica. Aquellos libros eran magníficos: en «Herreros y alquimistas» estaba el germen de la gran narración de aventuras y «El mito del eterno retorno» era poesía épica y nostálgica. Por aquel entonces yo leía también «La rama dorada», de Frazer, y desde entonces no he dejado de leer tratados de antropología, no con afán sistemático, desde luego, sino porque se trata de relatos muy entretenidos, y Eliade, en concreto, era un gran narrador. Tanto es así que Eliade escribió varias novelas, y en algún momento de su vida estuvo a punto de hacerse novelista en lugar de erudito. Pero por fortuna siguió el otro camino. Yo empecé a leer «La noche bengalí» con muchas ganas, pero no tardó en decepcionarme, porque la India de Eliade no se parecía lo más mínimo a la de Rudyard Kipling o P. C. Wren, y ya no leí más novelas suyas. En cambio, vuelvo con cierta frecuencia sobre las páginas de «Mito y realidad», «Lo sagrado y lo profano», o «Imágenes y símbolos», y si digo que tengo a «Herreros y alquimistas» y «El mito del eterno retorno» entre mis libros más apreciados, no exagero. «El mito del eterno retorno» me facilitó avanzar en los aspectos poéticos de Nietzsche, y haber considerado a éste como poeta me evitó la tentación del dogmatismo.
Le debo mucho a Mircea Eliade, por lo que deben disimular ustedes que esta nota tenga un carácter bastante personal. Fue un gran erudito y un gran pensador y estudioso de cuestiones a las que hoy ha dejado de concedérseles importancia alguna. Hace cuarenta años yo apreciaba a Eliade porque me trasmitía a través de sus libros un mundo mágico; hoy puede valorarse que ese mundo sea de poderosa espiritualidad. Decía André Malraux que el siglo XXI será religioso o no será; lo confirman el hecho de que los laicismos dogmáticos tipo el que ahora se impone en España resultan cada vez más anacrónicos. Eliade fue un hombre capaz de iluminar un tiempo tenebroso, una vida mezquina y un intelecto elevado, un europeo de pies a cabeza zarandeado por las convulsiones más terribles de Europa, y, en fin, un hombre que vivió lo que había temido siempre: «El tiempo en el que no seríamos libres de actuar según nuestra propia voluntad».
La Nueva España · 6 julio 2007