Ignacio Gracia Noriega
«Las 1001 noches»
Hay libros que todo el mundo cree haber leído (quiero decir, todo el mundo que lee, lo que constituye una minoría de la población del planeta), pero cabe preguntarse si efectivamente se han leído. El más importante de ellos es «Las 1001 noches», esa fastuosa recopilación de cuentos árabes, mucho más estimada y respetada en Occidente que en Oriente, que a partir del siglo XVIII transmitió entre nosotros la impresión de un mundo tan maravilloso como inexistente, y no menos fantástico e imaginado que las posteriores versiones cinematográficas hollywoodenses en technicolor. Decir «Las 1001 noches» es decir Arabia y Oriente, como decir «Arabia» significaba fantasía rensoñación en el bello cuento de James Joyce. El poderío de estos cuentos árabes actuó de tal modo sobre las imaginaciones occidentales que para muchas personas no demasiado ilustradas Simbad resulta más familiar que Ulises o San Brendán. Al marino árabe también le ocurren numerosas aventuras a lo largo de sus navegaciones, e incluso llega a confundir una ballena con una isla, lo mismo que el piadoso monje irlandés. Su popularidad, mayor que la de Ulises, se debe a un prejuicio, producto de una torcida interpretación del estudio escolar de la literatura: mientras «La Odisea» es literatura clásica, es decir «literatura serial;«Simbad» es literatura de entretenimiento, y en lo que a la difusión se refiere, el entretenimiento es más favorable que la seriedad. Haría falta explicar que las aventuras de Ulises son tan entretenidas, o más, que las de Simbad. Pero Simbad es un cuento para niños y «La Odisea» un tema del antiguo Bachillerato. En cualquier caso, Simbad es uno de los personajes más conocidos de esta recopilación, más incluso que Aladino o Alí Babá, y, desde luego, bastante más que Haroun al Raschid o Scherezade, la nocturna narradora de los cuentos, de imaginación infatigable. Aunque el mundo de «Las 1001 noches» nos resulte familiar e irrenunciable, y haya contribuido a construir nuestra visión de Oriente (pese a que el colorismo orientalista es obra de los traductores occidentales), no puede decirse que se haya leído la obra sino adaptaciones más o menos fieles y casi nunca completas. Estos cuentos llegan a Europa a comienzos del siglo XVIII, en la versión del francés Galland, que los vertió a su lengua en doce volúmenes publicados entre 1704 y 1717. Peca esta versión de ser un tanto mojigata; pero debe tenerse en cuenta que el recato era la «corrección política» de la época, de la misma manera que la exaltación de la homosexualidad y el desmadre lo son de ésta. Galland era un escritor de talento, que consiguió imponer en Occidente una idea de Oriente: la que él ofrece en su traducción. Las posteriores traducciones a las principales lenguas europeas (las de Burton, Lane y Paine al inglés, la de Weil al alemán, la del doctor Mardrus al francés y la española, de Rafael Cansinos Assens, prodigioso personajes que además de, ser tío de Rita Hayworth y maestro de un cantamañanas bonaerense, traducía a Goethe del alemán, a Dostoievski del ruso y los cuentos árabes del arábigo original, seguramente a través de versiones francesas, pero en excelente castellano) insisten en el colorido orientalista. Los cuentos, algunos muy subidos de tono, no tardaron en convertirse en un clásico de la literatura para niños, por obra de esas sorprendentes y magníficas adaptaciones que convierten a los libros más inconvenientes, como «Los viajes de Gulliver» de Swift, o «Alicia en el país de las maravillas», de Lewis Carroll, en las muestras más representativas e ilustres de literatura destinada al público infantil.
«Las 1001 noches» es una trabajosa recopilación de cuentos de diferentes épocas y procedencias (no es difícil advertir en Aladino rasgos chinos), algunas de cuyas muestras ya eran conocidas en España desde el siglo XII. En el siglo XVI al fin queda cerrado el conjunto. Pero precisamente, por tratarse de una lenta reunión de materiales, no se trata de una obra cerrada, sino de una sucesión de historias a las que dan unidad un pretexto convencional: los cuentos que refiere Scherezade (o Shrazad o Schahrazada, según Mardrus) para preservar su vida pueden ser mil, o mil quinientos, o doscientos o doscientos cincuenta mil. El límite los mil lo impone su condición de número redondo. Y es frecuente que no se publiquen los mil cuentos aunque en la portada del volumen continúe figurando el título «Las 1001 noches».
La versión francesa del doctor Mardrus tiene motivos para ser considerada legendaria, ya que al ser traducida por Vicente Blasco Ibáñez y publicada en su editorial Prometeo en 1912, difundió un libro que hasta entonces se conocía en España por versiones parciales de las de Galland y Weil. Yo leí algún volumen de esta traducción, con prólogo de Enrique Gómez Carrillo, y siempre tuve la sospecha de que Mardrus era un personaje imaginario. Versiones posteriores como la de Pérez de los Reyes, y especialmente la de Cansinos Assens para Aguilar, en tres volúmenes, relegaron la de Mardrus que ahora se recupera en una espléndida edición de la Bibliotheca Avrea, de Cátedra, en dos volúmenes, que nos devuelve la vieja magia del Oriente maravilloso de ensoñaciones y encantamientos, de picaresca y magia, de fantasías y aventuras, de humor y amores. La imaginación del traductor está a la altura de la de los viejos narradores callejeros. Joseph Charles Mardrus nació en El Cairo en 1868, era médico y conoció a Mallarmé, Valéry y Gide. Durante parte del siglo XX se aceptó esta traducción como «literal y completa», aunque como precisan los nuevos editores, «no es así». Mas no importa, ya que transmite la fragancia de las «noches árabes» en una edición nueva, tan cuidada y bella como necesaria y conveniente.
La Nueva España · 13 julio 2007