Ignacio Gracia Noriega
Alfred Jarry y Ubú
Alfred Jarry murió en 1907, olvidado en el Hospital de la Caridad de París. En cien años el mundo dio tantas vueltas y ha cambiado tanto que Ubú ya no es un personaje subversivo y Jarry ha pasado a convertirse en un clásico del teatro francés: bien que del teatro para marionetas, que en la «France» todavía hay clases, y de un lado están Racine y Corneille y, de otro, los demás. Jarry fue el precursor de las excentricidades y arbitrariedades que caracterizan a cierto teatro muy característico del siglo XX; como escribe Roger Shattuck, «descubrió una serie de ingredientes que hoy nos son ya familiares: desde las más desvergonzadas payasadas hasta las derivaciones del absurdo». Pero su «gloria póstuma» no fue continuada, y después de haber producido extraordinario entusiasmo en Apollinaire, Max Jacob, Breton, Artaud e incluso en Gide, con la decadencia del Surrealismo se inició la decadencia de Ubú. Hace unos cuarenta años pareció resurgir, e incluso se ha pretendido considerar a Ubú como un personaje de la talla de Falstaff o Tartufo. No alcanza a tanto, y al dejar de resultar útil el teatro como medio de agitación o subversión, el envejecido Padre Ubú se ha convertido en una curiosidad, o, lo que es peor, en un clásico. Un autor español hoy también olvidado, José Corrales Egea (autor de una novela que los reivindicadores de la «memoria histórica» no han leído con toda seguridad, «La otra cara») señala que «Ubú es toda una forma de ser: por ello hay un estilo ubuesco, un lenguaje ubuesco, un comportamiento ubuesco y hasta investigadores ubuistas». Lo malo es que personajes tan «rompedores», como se dice ahora, y «desinhibidos», como se decía hace tiempo, al ser productos de la moda no resisten el paso del tiempo, y, dado lo que puede verse ahora en cualquier «Gran hermano» y similares, el buen Padre Ubú, que antes era considerado «ángel del terror y de la extravagancia», hoy no escandalizaría a una madre ursulina de observancia estricta. Por suerte, pues, el espíritu moderno no lo crearon Lautreaumont o Jarry, sino Baudelaire y Jules Lafargue.
Pero no se puede negar la influencia de Ubú, empezando sobre su creador, que vestía habitualmente de ciclista con un par de pistolas, bebía de manera inmoderada, sólo comía lo que él mismo pescaba en el Sena y vivía en una oscura buhardilla. Alfred Jarry había nacido en Laval en 1873. Muy pronto empieza a escribir teatro en verso. En 1888 ingresa en el Liceo de Rennes, lo que habrá de tener una trascendencia extraordinaria, ya que el profesor de Física, M. Hébert, apodado por los alumnos Père Heb, P. H. Eb, Ebé y Ebon, habrá de servirle de primer modelo de Ubú. Aprovecha una adaptación sobre el texto de «Les polonais», de Charles Morin, para satirizar a Hébert, y ésta puede considerarse como la más antigua versión de Ubú («Ubú rey»), representada con marionetas en su propia casa. Poco más tarde compone «Les cornes de P. H.» o «Les polyèdres», obra de la que procede, no hace falta apuntarlo, «Ubú cornudo». En 1891 pasa al Liceo Henri IV, de París, donde conoce a Leon-Paul Fargue, más tarde poeta destacado y en cuyo domicilio se hacen las primeras representaciones de «Ubú roi» y «Ubú cocu», en las que P. H., el antiguo profesor de Física, toma el nombre definitivo Père Ubu. Esto, bien mirado, es extraordinario. En todos los colegios e institutos de Segunda Enseñanza se ridiculizó y se pusieron motes a algunos profesores, pero de estas sátiras escolares, algunas hechas con muy mala uva y con regular ingenio, sólo surgió un Ubú. Un Ubú que podía haber sido personaje de «Cero en conducta» de Jean Vigo o de «Amarcord», de Fellini, de no ser porque los anarquistas se lo tomaron en serio.
En 1893 gana un concurso literario con un texto titulado «Guignol», ilustrado por él mismo (Jarry no solo escribió Ubú, sino que lo dibujó, panzón y con cabeza alargada, ojos vacunos y sombrero), y en 1894 publica su primer libro, «Les minutes de sable mémorial». En diciembre de 1896 se estrena «Ubú rey» en el Théâtre de l'Oeuvre, bajo la dirección de Lugné-Poe. La representación fue precedida de una conferencia del autor, en la línea del artículo sobre la inutilidad del teatro publicado por él poco antes, y provocó, a la caída del telón, un sonoro escándalo.
François Ubú, ex rey de Polonia y de Aragón, doctor en Patafísica, conde de Mondragón, conde de Sandomir, marqués de San Grecisco, según el propio Jarry «no es exactamente el señor Thiers, ni un burgués, ni un grosero. Será más bien el anarquista perfecto más aquello que impide que nos convirtamos en el anarquista perfecto, que es el hombre, de donde nacen la cobardía, la suciedad, etcétera». La actitud de Jarry, al crear Ubú, es a la vez disolvente y desesperada. Jarry no encuentra el menor asidero en la sociedad, y, como es lúcido, entiende que la verdadera libertad es la esclavitud: «Somos libres de hacer lo que queramos, incluso obedecer, y de ir a donde nos guste, incluso a la cárcel». No hay, pues, límites para la libertad, cuya culminación es la cárcel. A esta visión sumamente pesimista se adhiere Ubú no respetando ninguna norma: sería el primer gamberro de la literatura si no fuera porque Dostoievski se le adelantó en «Los poseídos», sin duda la obra más premonitoria y lúcida que jamás se ha escrito. La serie de Ubú («Ubú rey», «Ubú cornudo», «Ubú encadenado», «Ubú en la colina») muestra un sucesivo y violento rechazo del mundo. A Jarry le encantaban las armas; según Breton, «el revólver es, en este caso, el paradójico trazo de unión entre el mundo exterior y el mundo interior». En cierta ocasión, descorchó botellas de champagne a tiros; otra vez disparó contra el escultor Manolo, y al cabo llegó a la conclusión de que todo esto «era bonito como literatura; pero he olvidado pagar las consumiciones».
La Nueva España · 13 julio 2007