Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


Gracia Noriega, Bajo las nieblas de Asturias

Ignacio Gracia Noriega

Henry W. Longfellow

Con toda seguridad, Henry Wadsworth Longfellow conocía mejor la literatura española que los españoles le conocen a él. Poeta de aliento romántico, pero de entonación clásica, su obra no alcanza la altura, ni su figura la notoriedad, de Edgar Allan Poe y de Walt Whitman, pero constituye con ellos el gran trío de la poesía norteamericana del siglo XIX. A pesar de ser hoy el menos recordado de los tres, «durante su vida gozó de una celebridad no igualada por ningún otro escritor norteamericano de su tiempo», escribe Agustín Bartra. «Su bondad y simpatía contribuyeron a hacer de él un héroe nacional». Y algunos de sus poemas, como «Hiawatha», basado en leyendas indias, tuvieron el privilegio, fruto de su extraordinaria popularidad, de ser difundidos en versiones para niños como si se tratara de «Los viajes de Gulliver». Yo recuerdo haber leído en mi infancia numerosos tebeos americanos en los que se ofrecían las aventuras de Hiawatha en graciosas viñetas de colores. Hiawatha era un indio gordito, de pelo alborotado, con una pluma, amigo de los ciervos y de los arroyos y a quien siempre que se internaba en el bosque le sucedía algo raro.

De paso, Longfellow era un buen romanista, que tradujo al inglés «La divina comedia», de Dante, y las «Coplas» de Jorge Manrique y, al igual que Washington Irving buscó asuntos españoles para algunas de sus mejores obras, la «Vida del almirante don Cristóbal Colón »o los «Cuentos de la Alhambra», Longfellow se inspiró directamente en «La gitanilla, de Miguel de Cervantes, para componer su drama «El estudiante español».

Nacido en Portland, Maine, el 27 de febrero de 1807, comenzó a cultivar la literatura muy pronto, publicando ya en su primera juventud versos y prosas en periódicos y revistas. Tenía gran facilidad para aprender lenguas y para imitar a otros poetas. Lo primero le valió para ser reconocido como una autoridad académica, y lo segundo para ser acusado de plagiario. Poe le denuncia como tal en un célebre artículo en el que no muestra hacia él ninguna condescendencia: «Por mucho que admiremos el talento de Mr. Longfellow -escribe-, vemos con toda claridad sus múltiples errores, nacidos de la afectación y la imitación. Su habilidad artística es grande, y alto su idealismo, pero su concepción de las finalidades de la poesía es por completo errónea, como lo probaremos alguna vez, por lo menos, a nuestra satisfacción. Su didáctica está por completo fuera de lugar. Ha escrito brillantes poemas... por accidente, vale decir, toda vez que permitió que su genio sobrepase sus hábitos convencionales de pensar, hábitos derivados de sus estudios germánicos. No pretendemos sostener que un sentido moral y didáctico no pueda ser empleado como corriente subterránea de una tesis poética, pero sí que no es posible colocarlo tan importunamente a la vista, como en la mayoría de sus composiciones». Tal varapalo, asestado de manera tan directa a quien pasaba por ser el primer poeta de Norteamérica, causó en su día la natural sensación, aunque no tanto como las posteriores acusaciones de plagio; sin embargo, Longfellow, que era muy buena persona, no las tuvo en cuenta.

Longfellow dedicó cuatro años de su juventud a viajar a Europa, recorriendo Francia, Italia, España y Alemania, pero no como un precursor de la espantosa especie de los turistas -que son, según Nietzsche, quienes viajan para que los vean, no para ver-, sino como un estudioso que aprendió la lengua de los países que recorría y estudió en profundidad su literatura, su cultura y su historia. De este modo, puede considerársele como uno de los introductores del Romanticismo en su tierra y también de la filosofía alemana conjuntamente con Emerson. Su amistad con Thomas Carlyle influyó tanto en sus ideas como en el desarrollo intelectual de su país; también trató a Goethe durante su recorrido europeo. De España llevó la admiración hacia Cervantes, Lope de Vega y Calderón de la Barca y -además de las «Coplas a la muerte de su padre», de Jorge Manrique- tradujo las poesías de Santa Teresa de Jesús y estaba convencido de que los españoles constituían el pueblo más cortés del mundo, lo que evidencia que nos miraba con muy buenos ojos. De regreso a su tierra, fue profesor en Bodwin College hasta 1835, año en que sustituye al ilustre hispanista George Ticknor en su cátedra de Harvard. Ese año, en el que alcanza una meta importante, es también el del fallecimiento de su primera mujer. Su vida familiar no fue tan afortunada como su carrera literaria: su segunda mujer fallece en 1861; pero mantiene su prestigio hasta su muerte, en Cambridge, el 24 de marzo de 1882.

Longfellow escribió poemas de diferentes tipos, líricos y baladas; «su lírica tiene el sentido de una balada, la intención tenue de un dulce relato al que se hubiera implantado un ritmo épico para tratar de descubrir la realidad del ser americano». Tal es el caso del emocionante poema «Evangelina». En otros se desliza hacia el folclore, como en el «Canto de Hiawatha», o hacia temas clásicos, en «Hyperion». También escribió cuentos («Tales of Wayside Inn)» y ensayos críticos («Poetas y poesías de Europa»). Entre las rarezas de mi biblioteca -que no son muchas, porque tengo los libros para deleite y uso, no por manía de coleccionista-, se cuenta la primera traducción de «Evangelina» al español, por Rafael M. Merchán, de 1887, con dedicatoria manuscrita del traductor a don Juan Valera. Así pues, este libro en octavo, de letra grande y clara, pasó por las manos de don Juan Valera. Lo he leído varias veces. Ahora lo leeré de nuevo para recordar como merece en su bicentenario a Henry W. Longfellow, poeta agradable, amigo de España.

La Nueva España · 30 septiembre 2007