Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


Gracia Noriega, Bajo las nieblas de Asturias

Ignacio Gracia Noriega

Los montes de Sevares

Sevares se encuentra entre dos ríos que van a desaguar al Piloña, que fluye lamiendo las laderas de Sorribas, paralelo a la carretera y a la vía del ferrocarril: el río Color, que a su paso por La Piñera es pastoril y como de Belén, y el río de Tendi, más bravío, pues baja de Ponga atravesando puentes rústicos de un solo ojo, con las piedras cubiertas de musgo. El río Color está al ocaso de Sevares y el Tendi, al Levante. El curso de este río, que es el de los montes de Sevares, resulta muy distinto, en paisaje, en caserío y en paisanaje, de la parte que riega el río Color, porque el Tendi es un río de montaña y el Color, de valle. El río Tendi, según Madoz, nace en las majadas detrás de Sierro y Fontades, recorre la feligresía de los montes de Sevares dejando a su derecha las aldeas de Matoca, Canal y Tejedal, y a la izquierda las de Pandavenes y Villarcezo, recibe aguas que descienden de Priede y entra «en el río Grande de Piloña» junto a la venta de los Llanos. Sevares se encuentra en una gran recta de la carretera general Oviedo-Santander, entre Villamayor y Soto de Dueñas; a la salida de Sevares, en dirección a Santander, la carretera hace una curva delante del aparcamiento del restaurante La Roca, bifurcándose allí mismo, al lado de una casa con galerías, hacia Ponga. Un ramal a la derecha de esta carretera, a pocos metros de la carretera de Santander, conduce a Samalea y Priede, donde acaba la carretera; a pocos metros más arriba hay otra desviación, esta vez a la izquierda, hacia Villar de Huergo y Caldevilla.

Villar de Huergo es el pueblo que se ve al entrar en Sevares, arriba del restaurante La Roca. Un pueblo de casas nuevas, según el modelo del «chalet de veraneante», sin demasiada personalidad pero con excelente paisaje. Desde Villar de Huergo tenemos la gran recta de Sevares a los pies, y al frente la Peña de Sorribas, tan parecida a la de Peñaflor en Grado y en la que también hubo barca y barquero que no sé si cobraría el pasaje a las niñas bonitas, y más allá, la sierra del Sueve, que en esta ocasión está cubierta de nubarrones que el viento dispersa, dejando asomar trozos de cielo azul. Caldevilla empieza a pocos pasos de donde termina Villar: es un pueblo de parecidas características, y a partir de él la carretera comienza a subir. La seguimos al azar. En carteles de imitación madera se anuncian casas rurales. Yo encuentro despropósitos redundantes calificar como rurales casas que se encuentran en pleno campo, aunque estén previstas para que los urbanícolas calvos, de camiseta y calzón corto, se sientan paisanones mientras leen la prensa de Madrid. Pero la ruralidad postiza todavía no es la masificación costera (y esperemos que no llegue a serlo nunca), de manera que demos por buenas estas ingenuas horteradas.

A la salida de Caldevilla hay una espléndida vista del valle, por el que discurre el río. Inmediatamente la carretera se dirige hacia el monte, bordeando abismos cubiertos de arbolado. Por aquí, como en la mayor parte de Piloña, no se ven eucaliptos, y la riqueza forestal convierte el paisaje en una sucesión de los verdes más diversos. Y todo el cielo está lleno de pájaros, y las cunetas llenas de actividad, sobre todo por las noches. Vemos moverse la hierba, y detrás aparecen o se insinúan ojos muy atentos o grandes rabos peludos. Una ardilla cruza la carretera sin concederle la menor importancia al coche: es más, se detiene y mira, en actitud de irónico desafío. Y nosotros pensamos que es una bendición de Dios la curiosidad de esta ardilla, que nos permite contemplarla a placer. Más arriba, dos nutrias. Una escapa a esconderse entre la hierba, pero la otra nos echa una larga mirada desde la cuneta.

Un pardón avizora desde un poste de la luz. De repente, despliega las alas y, sin apenas moverlas, se deja llevar en un círculo amplio y elegante, hasta colocarse en la mitad del cable eléctrico, donde recoge las alas y se queda muy quieto, haciendo como que no mira, pero mirando a todas partes.

La montaña es como de un color verde camuflaje, como los de las ambulancias de la Gran Guerra. Asoman blancuzcos trozos de rocas del verde, que a Unamuno le recordaban el cerebro de la montaña cuando los veía en Tudanca, adonde le llevó a pasar una temporada José de María de Cossío, y confirmaba su metáfora el nombre que les daban los del lugar: «culiebros». La carretera se interna en la montaña, por un paisaje bravo, pasando por encima de valles profundos. Llegamos a un caserío en el que un vikingo se está lavando y le pregunto adónde sale aquella carretera.

-¿Es usted Gracia Noriega? -pregunta.

-Sí.

-¿Perdiose?

-También.

La carretera pasa por Pandavenes, que según Ramón Sordo Sotres debe su nombre a la forma abombada de la ería, debajo de la localidad. La iglesia está en alto, y hay que desviarse para llegar a ella. Y aunque el paisaje no deja de ser bravío y boscoso, algo en el ambiente anuncia la proximidad de la carretera de Ponga. En las curvas, la exuberancia de la verdura casi no deja pasar la luz. Vamos por una carretera local, estrecha y umbría. Al fin salimos a la de Ponga, que no es mucho más ancha, a la altura de la desviación hacia Tejedal. Un trozo de la carretera se ha hundido, el resto no ofrece dificultades. A pocos kilómetros salimos a La Roca. Hemos estado en el corazón del monte sin alejarnos de la carretera.

La Nueva España · 20 octubre 2007