Ignacio Gracia Noriega
Henry Fielding
Los islandeses escribieron las sagas porque en sus largos inviernos disponían de tiempo de sobra para escribir, y en ellas se rastrea el comienzo de la novela moderna, de la que podían haber sido el origen de haber tenido continuidad. Pero ese comienzo de la novela se produjo en España algunos siglos más tarde. Las novelas de Cervantes tienen poco que ver con las sagas (pese a los escenarios nórdicos de «Los trabajos de Persiles y Segismunda»), pero no son productos aislados, sino que a la vez se escriben otras novelas: las picarescas, y obras de Lope de Vega, María de Zayas... Y en el siglo XVII y primera mitad del XVIII empiezan a componerse en Inglaterra novelas a imitación de las españolas. Richardson, Smollet, Lawrence Sterne y, sobre todo, Henry Fielding, recogiendo la tradición española, asientan el género novelesco en Europa: un género cuya definición y mejor descripción tal vez sea la de Edward Morgan Forster: «Ficción en prosa de cierta extensión», que calcula que no debe ser inferior a las cincuenta mil palabras.
Henry Fielding, nacido en Sharpman Park, en Somerset, en el suroeste de Inglaterra, el 22 de abril de 1707, fue un personaje singular: de una parte, un vividor que de no serlo no hubiera sido capaz de escribir «Jonathan Wild» y «Tom Jones», y de otra un trabajador incansable, autor de obras de teatro y de óperas, de ensayos, panfletos y sátiras, novelista y editor de periódicos que, según era corriente en la época, escribía él desde la primera página a la última, además de sus ocupaciones como abogado y juez. Su experiencia como juez le permitió escribir una «Investigación sobre las causas del reciente incremento de ladrones», en que establece las relaciones entre delincuencia y delito, al tiempo que propone la prohibición de la tortura y de las ejecuciones públicas. Hombre de carácter díscolo e independiente, hizo objeto de sus críticas más feroces y agudas al primer ministro Walpole y a la gran figura literaria de la Inglaterra de la época, el poeta y crítico Alexander Pope, que mantenía, precisamente, una relación sentimental con una prima suya. Una de sus piezas teatrales, o por lo menos atribuida a él (digamos su título en inglés, «The golden rump»), con situaciones equiparables a las expuestas recientemente en una revista satírica entre el Príncipe de Asturias y doña Letizia, motivó la prohibición de la Licensing Act, que establecía la censura sobre cualquier obra que se pretendiera estrenar. Es probable que se tratara de un ajuste de cuentas de Walpole con el autor que tanto había contribuido a desprestigiarle. También atacó con toda su artillería pesada la novela «Pamela», de Samuel Richardson, con la que se inaugura un tipo de literatura lacrimógena, que fue el gran éxito de la época. Fielding reacciona contra ella publicando la novela «Las historias de las aventuras de Joseph Andrews y de su amigo Mr. Abraham Adams, escritas a la manera de Cervantes, autor del Quijote», en la que, frente a la narración epistolar empleada por Richardson, él propone la narración en tercera persona, que proporciona mayor amplitud de desenvolvimiento al autor omnipresente. El prefacio a esta novela es de notable interés teórico y crítico; destaquemos esta afirmación de Fielding, digna de ser compartida: «La fuente única de lo verdaderamente ridículo es, según creo, la afectación». Sin embargo, su actitud llega a ser casi elogiosa respecto a «Clarissa», la siguiente novela de Richardson. Hacia Jonathan Swift mantuvo una actitud de respeto y admiración; con motivo de su muerte escribió que «poseía el talento de un Luciano, de un Rabelais, de un Cervantes, y en sus obras los superó a todos».
Director de periódicos y de una compañía teatral que fue disuelta a raíz de la entrada en vigor del Licensing Act, autor polémico y satírico que se rio a mandíbula batiente lo mismo de la sensiblería de la «Pamela» de Richardson que del Gobierno wigth de Walpole, al producirse en 1745 la rebelión de los clanes escoceses en favor de la restauración de los Estuardo en la persona del simpático y fabuloso Carlos Eduardo (aunque, según Stevenson, no era hombre de talento), Fielding le vio las orejas al lobo de una restauración católica y retrógrada, y apoyó por primera vez al Gobierno, por lo que recibió en recompensa el cargo de juez de paz de los distritos de Middlesex y Westminster, y una pensión. Aficionado a las mujeres, a la buena mesa y al vino, la gota y otros achaques le obligaron a retirarse no sólo de la judicatura, sino de la buena vida. Viudo y enfermo, marchó a Lisboa en busca de la curación en un clima más benigno que el inglés, y allí murió en 1754, siendo enterrado en el cementerio británico.
A pesar de sus muchas actividades, Fielding es conocido y recordado como novelista. Es autor de cuatro novelas: «Joseph Andrews» (1742), «Jonathan Wild» (1743), «Tom Jones» (1749) y «Amelia Booth» (1751). El éxito de «Tom Jones», su novela más conocida, no ha decaído desde su publicación. Relato de extraordinaria vitalidad y optimismo, sigue un movimiento itinerante, a la manera de la novela picaresca. Tom Jones, un golfo alegre, nos aconseja algo que también recomienda Shakespeare y que Dante rechaza: disfrutar de todos los momentos de la vida para recordarlos si llega la desgracia. Dante opinaba que haber vivido bien produce melancolía en horas bajas. Formidable Fielding: optimista frente a la vida, pesimista respecto al hombre.
La Nueva España · 27 diciembre 2007