Ignacio Gracia Noriega
Julien Gracq
Le reconocen ahora, que acaba de morir, que Julien Gracq era el mayor escritor francés vivo (hasta hace unos días, se entiende). Puede añadirse que no sólo era el mayor escritor de Francia en la actualidad, sino de todas las literaturas limítrofes, y que fue uno de los mayores de la literatura francesa del siglo XX, en la que hubo escritores verdaderamente grandes, por lo menos en su primera mitad. Se sitúa a Gracq a una altura en la que está próximo a André Gide, Paul Valéry, Paul Claudel y Jean Cocteau, y en lo que a André Breton se refiere, las relaciones con el pontífice surrealista son más bien de magisterio inicial que de verdadera dependencia literaria, porque Gracq, pese a su grandeza, incurrió en dos de las modas más perniciosas de los años treinta del pasado siglo: el surrealismo y el comunismo. A mi modo de ver, también tiene puntos de contacto con Henri de Montherlant, en la tendencia al aislamiento de ambos y en el desdén, cuando no desprecio sin disimulos, con que juzgaban los formalismos y las servidumbres de la vida literaria. Actitud muy higiénica, y más tratándose de la vida literaria francesa, que es la que, hasta hace pocos años, sirvió de modelo a otras vidas literarias más provincianas y mezquinas, lo mismo en Buenos Aires que en Madrid. Bien es cierto que Montherlant se aisló en un período bastante avanzado de su existencia, después de haberla vivido de una manera pública, y en ocasiones rozando el exhibicionismo, y se despidió de ella de manera tan ruidosa como espectacular, pegándose un tiro en la boca con el rostro cubierto por la máscara mortuoria de un general romano. Gracq, menos desaforado (como lo demuestra su obra publicada), se limitó a pasar su tramo final como un profesor de liceo de Geografía e Historia, retirado en Angers, donde ha muerto a los 97 años de edad, aunque muchos de sus gestos son propios de un espíritu altanero, que Montherlant encarnó como nadie en las letras francesas: Gracq no quiso entrar en la Academia Francesa, mientras que Montherlant anunció que no solicitaría el ingreso, de manera que Montherlant fue académico sólo gracias a su obra y no al voto de los académicos, y Gracq se une a Molière y a Balzac, que no llegaron a ser académicos, cosa que la docta casa lamenta en una inscripción compungida: «No les faltó gloria, nos faltaron a nosotros».
La carrera de Gracq está jalonada de renuncias no menos significativas. Como la potente editorial Gallimard rechazó su primera novela, decidió no volver a publicar en esa casa. Hizo muy bien, y por lo demás, tuvo la gran suerte de encontrar un editor modesto y honesto, José Corti, pero con un catálogo excelente y riguroso. Es como si en España alguien renuncia a publicar en una editorial tan de tralla como Planeta (cosa que Gallimard no es, quiero decir, una editorial de tralla) para hacerlo en Pre-textos, que edita muy bien pero distribuye muy mal. Fiel a un sentido muy exclusivo de la literatura, no autorizó jamás ediciones de bolsillo de sus libros, aunque dio su consentimiento para la inclusión de sus obras en la colección de La Pléyade, que raramente incorpora a su catálogo a un escritor vivo. También renunció al premio «Goncourt», que le fue concedido en 1951 por «La ribera de las Sirtes»: aunque digo yo que si le dieron el premio sería porque previamente había presentado la novela. En fin, después de haber sido profesor en París, prefirió retirarse a los institutos provincianos de Nantes, Quimper y Amiens, después de haber publicado en 1950 el célebre ensayo «La literatura en el estómago», con el que arremete contra los premios literarios (entre otras cosas) y califica de «charca» a la vida libresca parisina. Eligió Angers como lugar de retiro porque, según confiesa, siempre le pareció un lugar de confinamiento.
Extremamente, Gracq ingresó en el partido comunista en 1936 (lo que me parece tan inconcebible como que yo mismo haya formado parte del partido socialista al final del franquismo), aunque higiénicamente lo abandona, en 1939, aterrorizado y escandalizado ante el pacto entre Stalin y Hitler (las dos sucias caras de la misma moneda). A diferencia de grandes santones de la izquierda, como Sartre, Gracq fue prisionero de los alemanes, al tiempo que René Char participaba en la resistencia. Y cito a Char porque le encuentro afinidades profundas con Gracq.
Louis Poirier, que adoptó el pseudónimo de Julien Gracq, nació en Saint-Florence-le-Vieil en 1907. En casi cien años de vida publicó poco: cuatro novelas entre 1938 y 1970, un volumen de poesía, una pieza de teatro («El rey pescador») y diversos volúmenes de ensayos sobre asuntos literarios, históricos, esotéricos y diarios: «Leyendo, escribiendo», «La forma de una ciudad», «Diario del gran camino», «Alrededor de las siete colinas»... «La ribera de las Sirtes» podría constituir una suntuosa trilogía alegórica de las letras del siglo XX con «En los acantilados de mármol», de Ernts Jünger, y «El desierto de los tártaros», de Dino Buzzati. «En el castillo de Argol» es una novela gótica en escenarios rigurosos y alucinados. Gracq era, sin duda, un romántico, pero no un romántico cantarían y progresista, a la manera de Víctor Hugo, sino tenebroso y concentrado: el último seguidor francés del Romanticismo alemán.
La Nueva España · 3 enero 2008