Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


Gracia Noriega, Bajo las nieblas de Asturias

Ignacio Gracia Noriega

El «Cantar de Mio Cid»

El Cantar del Mío Cid, o Poema de Mío Cid -aunque tal vez sea preferible decir «cantar», que suena más épico-, es siglo y medio más antiguo que el manuscrito que lo conserva y que cumple la considerable edad de setecientos años. Dicho manuscrito, copiado por un Per Abbat, que tanto pudo ser un clérigo de Fresno de Caracena, cerca de Gormaz, en la provincia de Soria, o un leguleyo de Cordibilla, en Palencia, lindando con León, sobre un texto distinto del original primitivo y al que le faltan la primera hoja y dos más en el interior, lleva la fecha de 1345 de la era española, que corresponde al año 1307 de nuestro calendario. Sobre el poema, la fecha de su composición incluida, se ha discutido muchísimo hasta que vino don Ramón Menéndez Pidal a poner orden. El poema debió ser compuesto hacia 1140, medio siglo después de la muerte de su protagonista, por un juglar anónimo natural de Medinaceli o de sus alrededores. Aunque se ha especulado sobre la posibilidad de dos autores, admitida por el propio Menéndez Pidal: un «poeta de San Esteban de Gormaz», que recogería las hazañas de don Rodrigo Díaz del Vivar, el Cid, y el más conocido «juglar de Medinaceli», que refundiría los versos y noticias recibidas, más atento a los efectos poéticos que a la más o menos problemática realidad histórica. De acuerdo con esto, y teniendo en cuenta los tres cantares en que se divide el poema, el primero o del destierro fue el menos retocado; el segundo, o de las bodas, tuvo una mayor reelaboración, y el tercer cantar, o de la afrenta de Corpes, es la parte con elementos más imaginativos de un poema sobre el que Menéndez Pidal asienta su teoría, un tanto exagerada como lo son todas las teorías más o menos apriorísticas, de la condición realista y ajena a la fantasía de la literatura española, y del que otro de sus estudiosos, Alfonso Reyes, afirma que «tiene un fondo histórico considerable y sus descripciones geográficas son de una exactitud casi prosaica». Calculo que al escribir «prosaica» a Reyes se le habrá ido el santo al cielo, habiendo querido escribir otra cosa que la que escribió. Porque cuando el anónimo juglar enumera lugares («a Teca e a Terrer perderás, / perderás Calatayuth»), está inaugurando esa tendencia toponímica de la poesía española que desarrollarían Gabriel García Tassara, Miguel de Unamuno y más recientemente Blas de Otero. O los calificativos rápidos («vino posar sobre Alcoçer, en un fuerte lugar») o las descripciones precisas y escuetas, que integran el paisaje en el relato («a la sierra de Miedes ellos ivan posa, / de diestro Atiença las torres que moros las han»), o la impresión de amplios espacios por los que cabalgan el Cid y los suyos. Pocos, muy pocos poemas españoles (que son más bien de tendencia claustrofóbica) van desarrollando el paisaje conforme avanzan los personajes. Porque el Cantar de Mío Cid, de manera principal en el del destierro, es un relato de itinerario, en el que los protagonistas van de un lugar a otro («passó por Burgos, al castillo entrava»; «exido es de Burgos e Arlançon a passado»; «vinieron a la noche, a Celfa posar», etcétera). No andaba por tanto desencaminado Bronston cuando le encargó a Anthony Mann, uno de los mejores directores de «westerns», la versión cinematográfica de El Cid.

Francisco López Estrada califica al «Cantar de Mío Cid» como «la obra maestra y casi única de la épica medieval española». No fue editado hasta 1779, por Tomás Antonio Sánchez, a quien algunos estudiosos achacan que se haya acercado a él atendiendo sólo a su antigüedad: lo que no fue inconveniente para que propusiera como fecha de su composición unos ciento cincuenta años después de la muerte del Cid, con lo que erró un siglo. Durante mucho tiempo figuró como la muestra más antigua de la literatura castellana. No lo es en modo alguno, ni siquiera entre la épica, ya que anteriores a él hubo cantares sobre don Rodrigo y la pérdida de España, el conde Fernán González, los infantes de Lara, la condesa traidora, etcétera, de los que se conservan prosificaciones en las crónicas. También figura prosificado el Cantar del Cid en la Crónica general, de Alfonso X, la Crónica de 1344 y la Crónica de veinte reyes, de la segunda mitad del siglo XIV, de la que se sirvió Menéndez Pidal para reconstruir las tres hojas que faltaban. Se inscribe en un ciclo épico que comienza con Fernando I y el reparto de los reinos, el cerco de Zamora, que indirectamente es la causa del destierro del Cid, ya que en él fue asesinado el rey Sancho por Vellido Dolfos, lo que movió al guerrero a exigir juramento a su hermano Alfonso (el futuro Alfonso VI), de que no lo había ordenado. Los románticos apreciaron su primitivismo; así Pedro José Pidal, que además de ser un crítico muy estimable fue propietario del original de Per Abbat, escribe: «La lengua, la versificación, el estilo, todo es aún imperfecto, todo rudo, todo bárbaro, si se quiere. Es un bosque inculto y primitivo, pero donde la naturaleza se muestra, por lo mismo, en toda su verdad y lozanía». Y también contiene versos de auténtica poesía, como «apriessa cantan los gallos e quieren crebar albores»; o metáforas tan expresivas como que el Cid se separa de su familia como la uña de la carne. Pero no sólo hay dolor en esa escena: el Cid deja dinero al abad para la manutención de doña Jimena, a lo que comenta Ezra Pound que es «todo lo contrario de ese olvido de los problemas económicos que prevalece ahora en ciertos tipos de novela moderna». A su modo, se trata de un relato realista, muy alejado (narrativamente) del ámbito fantástico de Beowulf o la Chanson de Roland. El Cid del cantar es un guerrero veterano, resignado y sereno, que en poco se parece, salvo en el nombre, al fogoso y un tanto inconsciente del Romancero, de Guillén de Castro y de Pierre Corneille. No deja de ser curioso que este poema del amanecer de la lengua se refiera a una guerrero que va hacia el ocaso, padre y marido prudente, que llevando a sus hijas a una torre de Valencia cercada por los moros, les muestra en la batalla, «cómo el Cid se gana su pan».

La Nueva España · 4 enero 2008