Ignacio Gracia Noriega
Belenes en Piloña
Hay un pueblo en Piloña que corresponde a la idea que yo tengo de Belén, que naturalmente no es una localidad palestina, sino que se encuentra situada en el centro mismo de la vasta y mágica geografía de nuestra infancia. Se trata de una aldea de casas apiñadas a la orilla de un río con un ruedo de montañas al fondo. El río es el Color, que cruza la carretera a la entrada de Sevares para unirse al Piloña un poco más al Norte. Las casas de La Piñera son de aspecto acogedor, la capilla de piedra es diminuta pero proporcionada y el humo de las chimeneas asciende hasta fundirse con el cielo invernal. El caminante encuentra en el bar Piloña reposo y trato amable. Sólo le falta a La Piñera estar cubierta por la nieve para contemplar la imagen de estampa navideña y deliciosa.
El aire huele a leña, gatos y perros conviven en la calle y algún pájaro aterido busca las ramas de los árboles despojados de hojas.
Otros pueblos de Piloña no contentos con parecer belenes ofrecen su propia versión de Belén. El de Miyares, un pueblo con grandes casas de galerías que certifican una importante emigración a las Indias y la ruina de una torre con su capilla de ventanales ojivales, en la ladera del Sueve por la que se sube al alto de la Llama, tiene su belén en la iglesia. Y Villamayor, en la carretera general, es conocida entre otras cosas (la más importante, el espléndido monasterio de Santa María) por un belén que ya se ha hecho famoso en toda Asturias. De manera que, aunque la tendencia predominante sea la de oponer Santa Claus al belén (como si fuera más laico, aunque en realidad tan sólo presenta aspecto más extranjero y menos tradicional sin dejar de ser religioso: el socialismo no creó, ni creará jamás, figuras poéticas ni representaciones mágicas), en Piloña persiste la tradición del belén.
A mí, tan mágicos y maravillosos, tan poéticos y tan entrañables me resultan el belén como Santa Claus, el abeto como el nacimiento, aunque prefiero el nacimiento, en el que además de una representación hay una historia, en tanto que el abeto es sólo representación.
La artillería, tanto la pesada como la sutil, de los partidarios de desquiciar el viejo orden en beneficio de abstracciones heladas dirige sus tiros contra instituciones y representaciones tan firmemente asentadas como la familia y la Navidad. Lo que no es inconveniente para que se apresuren a celebrar la Navidad, aunque sea marchándose a Cancún. Yo no creo que un pueblo como el español sea de izquierdas: si vota a la izquierda es porque ve la posibilidad de trabajar menos. De manera que no se renuncia a una sola fiesta religiosa, aunque simultáneamente se pretenda imponer el calendario laico que festeja el medio ambiente, el sida o la mujer trabajadora. Pero ninguno de esos lemas puede abolir a verdaderas representaciones como el abeto y el nacimiento, de la misma manera que la tan cacareada solidaridad nunca podrá sustituir a la caridad.
La oposición de Santa Claus, que catalanizado algunos llaman Papá Noel, al nacimiento (como si se tratara de una competencia entre toreros acaso tenga finalidad política, ya que nos encontramos en un entorno sumamente politizado, o sólo sea una expresión de modernidad y cosmopolitismo, lo cual tampoco deja de tener su traducción política) parece inclinarse últimamente a favor del extranjerismo, en la España oficial y urbana, en tanto que como la España real cada vez es más irreal, los sentimientos navideños andan a la deriva.
Tal oposición no es de ahora, entre otras cosas porque Zapatero no inventó el «snobismo». Pla afirmó a propósito de esta «competencia»: «Las tradiciones deben mantenerse. En los países en los que el árbol es la tradición está bien que se mantenga. Entre nosotros, su exotismo es manifiesto. ¿Por qué hay que ceder ante el exotismo? Se trata de eliminar el belén y de sustituirlo, en el saloncito, por el abeto boreal, de cantar himnos al bosque misterioso considerado como el origen de la vida y como forma simbólica de una vida místico-guerrera».
En Valles, precioso pueblo alto de Piloña, se sigue la tradición hasta el extremo de organizar un belén viviente en el que no cabe otra cosa que cantar villancicos. Valles es una aldea de la feligresía de San Román que reúne méritos suficientes para ser «Pueblo ejemplar» de Asturias. El vecindario, según me dicen, es muy aficionado al teatro, por lo que es natural que hayan acabado organizando un belén viviente, como otro belén más bien arquitectónico montado en la capilla de Santa Rita que Martínez Vega describe, junto a otras del concejo, como de «estética dieciochesca y factura popular». Este rincón del pueblo apiña un tejo, una capilla, un palacio y un hórreo. Bajo el hórreo se representa el nacimiento, con el Niño, la Virgen y San José, pastores y Reyes, y para que nada falte, un pastor, que casualmente es el director de la Caja Rural de Infiesto, maza leche como si no hubiera hecho otra cosa durante su vida. El Niño está muy pacífico, una pastora hila y en las casas de Belén, dentro de la capilla, se encienden las luces por obra de un hábil electricista. El cielo ha abierto sus telones y la noche se llena de estrellas. Un año más, el Niño nace en un escenario rústico. Se escuchan villancicos y el aliento de los cantores se une para calentar al recién nacido, que duerme sosegado.
La Nueva España · 7 enero 2008