Ignacio Gracia Noriega
«Coriolano»
Uno de los grandes desajustes, por no decir desaprensiva falacia, de cierta crítica más ideológica que literaria, incurre en considerar al pasado como reflejo del presente, por lo que obras como «Fuenteovejuna», de Lope de Vega, pueden adaptarse como si se tratara de un episodio de la «lucha de clases». Por el contrario, a autores muy grandes, como Shakespeare o Quevedo, se los tacha de «reaccionarios» sin tener en cuenta que las ideas sobre «reacción» en los siglos XVI y XVII no pueden coincidir con las del siglo XXI. Efectivamente, tanto Shakespeare como Quevedo se muestran en sus obras antidemócratas, mientras un autor mucho más ecuánime como Saavedra Fajardo previene de los peligros de la monarquía despótica y de la dictadura democrática. En el siglo XVII la democracia era un sistema sumamente desprestigiado que pertenecía al pasado. Desestimando la democracia no hacían otra cosa que comportase como hombres de su tiempo. Por otra parte, cabría preguntarse, de acuerdo con la terminología de ahora, si el verdadero reaccionario no era Plutarco, a quien Shakespeare acude para escribir «Julio César» (y también «Antonio y Cleopatra» y «Coriolano») y Quevedo su «Marco Bruto». En las tres obras romanas de Shakespeare, la plebe sale siempre malparada: a Plutarco no le merece una opinión mejor.
Shakespeare estrena «Coriolano» hacia 1608: es, por tanto, obra de su último período, en que el autor alcanza poco a poco una conformidad con el mundo que desemboca en la majestuosa apoteosis de «La tempestad». Exagerando, y exagerando mucho, podría decirse que Shakespeare había sido «progresista» en su juventud y conservador en la madurez: más o menos, igual que Dostoievski, aunque el «progresismo» del ruso era de carácter político y el de Shakespeare de carácter moral. Yo no entiendo por qué se entiende en la actualidad la exaltación del sexo como una de las grandes manifestaciones del «progresismo», ya que los prehistóricos y los orangutanes tampoco se reprimían (a lo mejor es por eso por lo que los socialistas quieren conceder derechos humanos a los monos). Pero lo cierto es que, en sus últimos años, Shakespeare se volvió un moralista, lo mismo que Dostoievski un reaccionario en un sentido bastante actual: defensor de Rusia frente a Europa, del eslavismo frente al afrancesamiento, de lo perenne frente a lo transitorio.
De las obras romanas de Shakespeare, «Coriolano» es, al menos de manera externa, la más antidemocrática. Tanto es así que el pobre José María Valverde, estimable poeta y buen traductor, se creyó en la obligación de poner unas palabras de disculpa al comienzo de su traducción de esta obra. ¿Es que Shakespeare merece que se le disculpe?
Coriolano es un aristócrata y un guerrero, un hombre de acción orgulloso que no mide las consecuencias de sus palabras si lo que ha de decir le parece justo. «En el siglo XIX, muchos críticos y actores vieron en Coriolano como una especie de gigante entre pigmeos, un hombre demasiado grande para adaptarse a su época -escriben Kenneth McLeish y Stephen Unwin-. Los tiempos posteriores, especialmente los de Kafka, Camus y Sartre, tienden a concebirle como un marginado, un hombre en guerra consigo mismo e incapaz de decidir qué es lo que quiere, sin entrar en lo que esto significa para la sociedad que le rodea». Tal interpretación me parece excesiva, aunque mucho más lo es la versión que le equipara con Hitler, siguiendo un montaje de «Julio César» de Orson Welles, que presentaba a los personajes vistiendo camisas negras mussolinianas. Todo esto está muy bien como curiosidad e incluso como extravagancia, por no insistir en el abuso de interpretar obras del pasado como si se refirieran al presente. Coriolano no sólo no es parecido a Hitler, sino que se trata de lo más distante de Hitler. Como buen socialista, Hitler era un demagogo. Continuamente se dirigía a las masas, a las que halagaba bajamente. Por el contrario, Coriolano desprecia tanto a las masas que no está dispuesto a hacerles la menor concesión: de ahí sus problemas. Su desprecio hacia el populacho es tan profundo que prefiere no ser cónsul a dirigirle un par de palabras amables.
En realidad, Shakespeare es uno de los mayores enemigos de la demagogia que han existido. Recordemos los discursos sucesivos de Bruto y Marco Antonio en «Julio César», que demuestran que si algo existe merecedor de desconfianza es el pueblo. A Coriolano, después de sus éxitos militares, le pretenden hacer cónsul: pero él se resiste a condescender con las preceptivas demagogias para que le confirmen en el cargo «los torpes tribunos y la plebe maloliente». No aprecia al pueblo y no confía en él: «Aquel que en vosotros confiara encontraría en vosotros a la liebre, nunca al león». Aborrece la posibilidad de que los cuervos picoteen a las águilas, pero en su desprecio a la chusma, es honrado con ella: «No soy espejo adulador que les engañe». Y aunque padece el destierro antes que someterse a la demagogia, deja en suspenso su venganza en el acto final. Para Coriolano, Roma ha dejado de tener valor incluso sentimental, pero salvan a la ciudad las súplicas de su madre. Hemos de ver en Coriolano a un individualista para quien el mundo privado siempre es antes que la sociedad. Lucha porque es un soldado y no llega a ser cónsul porque no es un político; pero en ningún caso se rebaja a engañar al pueblo con demagogias: «Jamás fue mi deseo molestar a los pobres pidiéndoles limosna».
La Nueva España · 26 enero 2008