Ignacio Gracia Noriega
Alain Robbe-Grillet: un sobreviviente
Ha muerto Alain Robbe-Grillet, lo que indica que se ha sobrevivido a sí mismo en más de un cuarto de siglo, lo cual, según se mire (y Robbe-Grillet fue uno de los teorizadores de la «novela de la mirada»), puede resultar estimulante (en un aspecto físico), aunque en el literario es sencillamente penoso. Después de haber sido el objeto de múltiples y demoradas páginas de las revistas literarias de la época (años sesenta del pasado siglo principalmente), cayó en el olvido total, irremediable. Supongo que sus lectores, en ese momento, habrán exhalado un suspiro de alivio. El olvido fue como si se hubiera materializado en una losa. Y eso que los autores del «nouveau roman» de los que Robbe-Grillet fue el teórico, además de uno de los prácticos destacados, evolucionaron con el paso del tiempo: de vestir atildadamente camisas blancas con corbatas y trajes oscuros, pasaron a ostentar un aspecto más informal, dejándose largas barbas y greñas, como Milchel Butor o Claude Ollier, o barbitas grises, recortadas de peluquería, como Alain Robbe-Grillet; y otros, como Marguerite Duras, que no podía dejarse barba, evidentemente, se dedicó a escribir novelas de amor. Pero, por desgracia, a pesar de las barbas y de la vuelta a la narrativa tradicional, ya habían perdido el tren definitivamente de la intemporalidad y de la pedantesca «modernidad», sin duda porque se anclaron tanto en una época (años cincuenta finales y primeros sesenta del pasado siglo) que ya no les fue posible seguir hacia delante o hacia atrás. Hicieron un arte de miniaturistas que cuando pasó de moda no dejó rastro: porque, como bien sabía un «snob» del calibre de Oscar Wilde, nada hay más perecedero que las modas. La diferencia entre Wilde, que sobrevive, y los del «nouveau roman», que se tomaron excesivamente en serio, es que el primero tenía sentido del humor. Ni siquiera dejaron continuadores ni imitadores. Lo más parecido en España al «nouveau roman» es Guelbenzu, debido a que es un afrancesado y a que escribe novelas pesadísimas. Pero como, además, es buena persona y un buen amigo, dejemos a Guelbenzu.
El «nouveau roman» es un apartado de la «nouvelle vague» que se proponía inundar Europa, y a través de Europa, el mundo, desde mediados de los años cincuenta (de 1955 es «Pour un nouveau roman», de Robbe-Grillet, suerte de manifiesto «de escuela»: ¡algo tan arcaico como los manifiestos literarios para instaurar una «école» manierista!). El mundo empezaba a enloquecer de verdad, aunque, por fortuna, de modo pasajero. La «nouvelle vague», que luego se quedó como denominación de cierta corriente cinematográfica, fue una ola de afrancesamiento que pretendió arrasar el mundo con el pasmo de sus ocurrencias para luego edificar sobre las ruinas. Felizmente para la humanidad, las sucesivas «vagues» con que nos azotó el afrancesamiento depredador, desde el existencialismo hasta el estructuralismo, fueron de corta duración y no tardaron en irse por el sumidero. De estas «vagues», el existencialismo fue la más indefinida (sin duda porque pasó al lenguaje popular); el «nouveau roman», la más precisa y perecedera, y el estructuralismo, la más pedante y, en algunas cosas (Althuser, Lacan), insufrible. Las «nuevas olas» se extendieron no sólo a la novela, sino también al cine, a la filosofía e incluso a la cocina. De la «nouvelle vague» propiamente dicha, muerto Truffaut, su cineasta de mayor talento, sólo queda Chabrol, porque pronto entendió por dónde iban los verdaderos tiros y se dedicó a hacer películas policiacas, a la manera de Hitchcock. Y de Godard, que era un pedante de pueblo aunque luciera sus plumas de pavo real en París, ya no se acuerda nadie. Acaso ello se deba a que el prestigio de París es demasiado efímero porque recalan en la ciudad, que tienen mucha caída, demasiados aldeanos, principalmente argentinos, catalanes y, en el siglo XIX, rusos: Dostoiewski se quejaba de que los «snobs» rusos fueran a París sin enterarse de que iban a Francia. Los «nouveaux philosophes», en principio, representaron un esfuerzo inteligente y conveniente: la demostración de que no todos los «intelectuales» han de ser necesariamente «de izquierdas»: pero su esfuerzo no fue de los más reconocidos por la «gauche» irredenta y, sin ir más lejos, Zapatero no se ha enterado. En cuanto a la «nouvelle cuisine», si sobrevive entre pedanterías y despropósitos, se debe a que la «progresía» que antes compraba libros de Biblioteca Breve de Seix Barral ahora tiene dinero para ir a comer al chiringo de Ferrán Adriá. Lo que demuestra que no le fue mal a la «progresía» afrancesada y siempre descontenta.
Robbe-Grillet es un novelista muy representativo del «nouveau roman». He intentado releer «La casa de citas» y no he podido. Esas escenas sin movimiento, esas descripciones pormenorizadas, esos meticulosos «insertos» (aunque, como decía Samuel Fuller, una película tal vez sea una sucesión de insertos), conducen a reducir la narración a la condición de «naturaleza muerta». No dudo que su intento (como el de Duras, Sarraute, Simón, Butor, etcétera) haya sido meritorio, pero estéril. Por fortuna, algunos escritores de mi generación, como Jorge Ordaz, se libraron por haber leído en 1958 «Tifón», de Conrad, en la colección Alcotán, al precio de 12 pesetas (y el volumen incluía, además, «Amy Foster»). Por entonces, Conrad era un desprestigiado autor de «novelas de mar» a quien publicaban en editoriales poco prestigiosas, pero, como diría Faulkner, prevalece. En cuanto a Robbe-Grillet, descanse en paz: lo digo de corazón.
La Nueva España · 15 marzo 2008