Ignacio Gracia Noriega
Soljenitsin
Alexandr Soljenitsin no sólo fue el gran heredero de la novela rusa del siglo XIX en el siglo XX, sino un decidido y valeroso luchador por la causa de la libertad: aunque en una sociedad como la presente, que considera a Che Guevara «mártir de la libertad», es normal que se le llame a Soljenitsin «lacayo del capitalismo», si no cosas peores, como los insultos que le dedicó Juan Benet en un artículo, indigno del excelente escritor que fue Benet e indigno desde cualquier punto de vista que se considere, y todo porque en aquella ocasión no se sentó a escribir como imitador de Faulkner, sino como señorito de la «gauche divine». El pobre Soljenitsin acaba de ser expulsado de la URSS (actualmente, Rusia otra vez), por no haber renunciado al premio Nobel de 1970, y en sus primeros pasos por el «mundo libre» vino a caer en un país como España, que todavía no era tan «libre», y en el programa televisivo de un tal Íñigo, que era bastante oportunista. Pero Soljenitsin enseguida reparó en las grandes diferencias entre España y la URSS: entre otras, que si Íñigo hubiera sido tan contrario al régimen como ahora dice que fue, por entonces estaría en el gulag franquista, en lugar de presentando un programa televisivo en hora de máxima audiencia. A Soljenitsin lo que más le maravilló del «mundo libre» era que pudieran comprar multicopiadoras libremente, por lo que incluía a España entre aquellos países privilegiados. En la URSS sólo podían publicar escritores del tipo de Zamoneda, por lo que los que de algún modo se oponían al régimen tenían las manos atadas y las bocas cerradas, y sólo podían distribuir sus obras por medio de copias manuscritas, siempre con riesgo de ser internados en el gulag o en las terribles clínicas psiquiátricas: razón por la que la fotocopiadora constituía un medio de difusión. Y a Soljenitsin, a pesar de que Krutschov había autorizado la publicación de «Un día en la vida de Ivan Denisovich», desde que en 1968 la revista «Novy Mir» dejó de publicar su novela «Pabellón del cáncer» y más decididamente desde que en 1970 le fue concedido el premio Nobel de Literatura, le fueron cerradas todas las puertas editoriales.
Tenía razón Osip Mandelstam cuando aseguraba que la Rusia sovietista era el único país del mundo que concedía verdadera importancia a los poetas, pegándoles un tiro en la nuca si sus obras resultaban improcedentes, lo que era una manera un tanto extremada de ejercer la crítica literaria. También en el «paraíso del proletariado» era diferente a la del resto del mundo la consideración de quien es galardonado con un premio tan prestigioso como el Nobel. Mientras en todo el mundo al galardonado con el Nobel se le abrían todas las puertas, y nada digamos las de las editoriales, en la Rusia sovietista las únicas puertas que podían abrírsele eran las del gulag. Incluso en dictaduras bananeras o asiáticas el premio Nobel era una garantía para quien lo recibía, pero este principio no rigió en ninguna de las dos caras del socialismo, ni en la nacionalista ni en la internacionalista: en la Alemania hitleriana, Carl von Ossiestky fue encerrado en un campo de concentración como respuesta al premio Nobel de la Paz que le había sido concedido y Hitler prohibió que a partir de entonces, ningún alemán aceptara el premio, y en la Rusia sovietista, años después de muerto Stalin, Boris Pasternak fue ignominiosamente obligado a renunciar al Nobel: premio que le había sido concedido no sólo por la gran novela épica «El doctor Zhivago», sino, sobre todo, por tratarse de uno de los mayores poetas del siglo XX. Las autoridades soviéticas reaccionaron airadamente cuando fue galardonado Soljenitsin, y se comportaron como si fueran una alcaldesa de pueblo que destituye al cronista oficial. Pero Soljenitsin no era Pasternak, que cedió a las amenazas, sino que prefirió que le expulsaran de Rusia a renunciar al premio. Y se marchó a vivir al único país del mundo en el que podía sentirse verdaderamente libre, a los Estados Unidos (lo que provocó las terribles acusaciones de la «progresía» irredenta del mundo occidental, cuya gran aspiración es convertir al «mundo libre» en dictadura totalitaria, diciendo, con indignación casi bíblica: «¡Ya lo decíamos nosotros! ¡Es un lacayo del capitalismo!»), al estado de Vermont, porque con sus nevadas y grandes bosques le recordaba Rusia, la añorada Rusia. Y en Vermont emprendió la labor titánica de escribir el vasto fresco épico de «La rueda roja», cuyo primer episodio se publicó en español con el título de «Agosto, 1914». A la caída de la URSS, regresó a Rusia, a diferencia de Joseph Brodsky, que se había desvinculado de la tierra natal para siempre.
Soljenitsin mantuvo, en sus últimas obras, el aliento épico de Tolstoi, aunque su espíritu era más próximo al mejor y más profundo Dostoiewski. Incluso Neruda, después de dedicarle varios epítetos despectivos, reconoció que escribía la mejor prosa rusa del siglo XX. Ante todo era un escritor que rechazó la intromisión del Estado en la literatura: por este motivo se opuso valerosa y decididamente al socialismo real y prevaleció sobre él. Hoy que sus censores habrán muerto o se habrán reconvertido en vasallos de Putin, queda Soljenitsin como un ejemplo personal y literario de valor y genio en una época catastrófica de colaboracionismo y cobardía.
La Nueva España · 2 septiembre 2008