Ignacio Gracia Noriega
Obras y figura de Winston Churchill
Nunca se leyó demasiado a Winston Churchill en España: no porque no estuvieran publicadas sus obras, sino porque no se le consideraba un escritor. El «premier» británico era conocido por otras actividades, antes que por las literarias, y sin embargo, no sólo era un gran escritor, sino un escritor caudaloso, con una obra sorprendente, tanto por su extensión como por su calidad. Poseía la fecundidad de un Lope de Vega, de un Balzac, de un Menéndez Pelayo, y el sentido suntuoso y monumental de la Historia (con mayúscula) de Edward Gibbon, de quien puede considerarse su heredero en el siglo XX. Y si bien no escribió tanto como Lope o Balzac, escribió muchísimo, habida cuenta de que la literatura era una más de sus actividades, entre las que se incluía la de albañil. Su juventud fue la de un inglés en el esplendor de un imperio que se dirige inexorablemente hacia el crepúsculo: estuvo en la India como oficial y participó en la campaña del Sudán a las órdenes de Kitchener, interviniendo en la carga a caballo de Ondurman, que no fue la última, pero sí de las más espectaculares, y marchó como periodista a Sudáfrica (donde pusieron precio a su cabeza) y a Cuba, donde defendió la causa española y de donde volvió con dos excelentes costumbres: dormir la siesta y fumar puros.
La absorbente ocupación política no le apartó de la literaria: un revés electoral después de haber ganado una guerra le permitió escribir los doce sólidos tomos de «La II Guerra Mundial». Su primer libro, «Savrola», era una novela, desarrollada en un país imaginario, a la manera de «El prisionero de Zenda», de Hope, o de «El príncipe Otón», de Stevenson. Enseguida descubrió que la Historia puede ser más apasionante que la ficción. Gordo, liberal, fumador de puros y bebedor de whisky (aunque reconocía con nostalgia que la generación de su padre, más caballeresca, era partidaria del brandy), elocuente y desmesurado, fortaleza y muro contra las dos siniestras caras del socialismo, el real y el nacional, gracias a él no está toda Europa desfilando al paso de la oca o bajo la hoz y el martillo.
Cuando le concedieron el Nobel de Literatura de 1953, la «progresía» irredenta europea se escandalizó y puso el grito en el cielo, debido a que, en su ignorancia satisfecha y pedante, ignoraba que fue uno de los grandes escritores del siglo XX y uno de los mejores oradores de la época moderna. Sobre todo, sus discursos de los primeros, calamitosos e indecisos días de la II Guerra Mundial, son grandiosos, cuando ofrecía un programa de «sangre, sudor, lágrimas y fatiga», cuando proponía como única salida la resistencia a ultranza en las playas, en las colinas, «en un momento solemne para la vida de nuestro país, de nuestro imperio, de nuestros aliados y sobre todo para la causa de la libertad». En su primer discurso como primer ministro, el 19 de mayo de 1940, evoca el tono de Shakespeare en la arenga de Enrique V antes de la batalla de Azincourt: «Hoy es el domingo de la Santísima Trinidad», y termina pidiendo que se haga la voluntad de Dios. Churchill estaba convencido de que el poderoso impulso material y también moral de las dos grandes democracias de habla inglesa, el Imperio británico y los Estados Unidos, acabarían prevaleciendo, y de ello, afirma el 11 de septiembre de 1940, «estoy tan seguro de que saldremos victoriosos como de que mañana saldrá el sol». Sus discursos, reunidos en un imponente volumen de «La Esfera», titulado «No nos rendiremos jamás», emocionan y enardecen incluso en un país cuyos valores ya no son los del pasado y que acaba de votar cosas que jamás hubiera defendido Churchill.
La oratoria, destacada en el comunicado de la Academia sueca, es una de las facetas de su actividad, importantísima pero que no agota su portentosa personalidad literaria. Escribió la historia de la II Guerra Mundial con una prosa elocuente que le equipara a Gibbon, y como Julio César, fue protagonista y testigo principal de los hechos que relata. En la «Historia de los pueblos de habla inglesa», también publicado por La Esfera (2007), se traslada a los orígenes para relatar una vasta epopeya: la de cómo surge Inglaterra en una isla y cómo, una vez resueltos los apremiantes problemas caseros, se extiende por el mundo. Este gran libro y libro grande, se lee con felicidad, y a los españoles nos consuela descubrir que al menos hasta el siglo XVI, la historia inglesa fue mucho más violenta que la nuestra. Ensayista de gran poder evocador («Grandes contemporáneos»), Churchill era uno de los primeros y mejores corresponsales de guerra. Turner ha publicado «La guerra del Nilo» (2003), traducción de su primera obra histórica, «The river war», que nos traslada al mundo de «En tinieblas» y de «Las cuatro plumas», y «La guerra de los boers» (2006), en traducción de Mariano Antolín. Su descripción de la carga de la caballera en un Ondurman no es menos épica ni emocionante que la de Balaclava y con mejores resultados. Estos cuatro grandes libros nos dan la medida de un gran escritor, un tanto arrinconado por actividades más evidentes: pero en estas páginas poderosas y a menudo conmovedoras, da Churchill su talla de orador, de historiador, de excelente narrador y de periodista épico.
La Nueva España · 9 septiembre 2008