Ignacio Gracia Noriega
Barbey D' Aurevilly
Jules Barbey d'Aurevilly nació en Saint-Sauveur le Viconte, en la península de Contentin, en Normandía, el 2 de noviembre de 1808, una fecha muy apropiada para un autor que parece predestinado a ser leído las tardes sombrías del otoño avanzado. Pero no sólo nació en la época más adecuada a su temperamento. Una fecha como la del Día de los Difuntos no podía pasar inadvertida a un católico ultramontano y romántico tenebroso como Barbey, por lo que reflexiona en «Lo que no muere»: «Vine al mundo un día de invierno oscuro y helado, el día de los suspiros y las lágrimas, el día de los Muertos. Siempre creí que este día tendría una funesta influencia en mi vida y en mi pensamiento». ¿La tuvo, efectivamente? El hecho de que Barbey d'Aurevilly sea y se mantenga como lo que yo llamo «un escritor de otoño» revela, cuando menos, que es de los pocos escritores que nacieron cuando tenían que nacer, tanto en el año como en la estación. Lo que, en cierto modo, supone una suerte, aunque en otros aspectos no haya tenido tanta.
Un nombre surge a propósito de Barbey d'Aurevilly como si se tratara de «vidas paralelas»: el de Villiers de l'Isle Adam, el fantasmagórico vizconde y extraño y majestuoso escritor. Si los comparamos a los dos (yo lo hice muchos años atrás, en un artículo publicado en este periódico), surgen las coincidencias, tanto en las obras como en los temperamentos; menos, en las biografías. Barbey d'Aurevilly hubiera dado cualquier cosa por que un guerrero medieval de su apellido figurara entre los grandes maestres de los templarios, y nada digamos por ser vizconde: pero sólo tenía el sobrenombre del pueblo en el que había nacido. Su familia era de abogados y juristas, eso sí, muy enraizados en la nebulosa Normandía y gentes de sólidos principios religiosos y morales.
Por su parte, a Villiers tal vez le hubiera gustado ser un burgués, en lugar de un aristócrata de estirpe que se remontaba a las Cruzadas, pero totalmente arruinado: su entierro corrió por cuenta de sus amigos. Barbey, al no encontrar entre sus antepasados a ningún gran maestre portaoriflama de Francia y defensor de la isla de Rodas, derivó hacia el dandysmo, al que dedicó algunos textos, al igual que al prototipo de dandy, el inglés George Brummell, el «beau Brummell», que en realidad era un advenedizo. Barbey vivió hasta 1889, considerado más como un personaje extravagante que como un escritor, en muchos aspectos, excepcional, aunque en sus últimos tiempos recibió el reconocimiento de autores como Joris K. Huysmans, lo que es lógico y naturalísimo, ya que en ambos hay afinidades muy profundas: el naturalismo expresivo, el catolicismo en su aspecto tenebroso, la atracción por lo sombrío y lo diabólico, y la tendencia al dandysmo en la juventud.
Barbey es un escritor muy peculiar. Católico y reaccionario, partidario del principio inamovible de «una Fe, un Rey, una Ley», era un carlista a la francesa que, de haber vivido en los años de la Revolución, hubiera luchado con los chuanes, a los que dedicó dos hermosas novelas, «La hechizada» y «El caballero Des Touches», de no haber podido hacerlo en el Ejército de los Príncipes. Chateaubriand hubiera estado encantado aunque tal vez le habría reprochado que fuera un poco carca. Y Valle-Inclán debió de sentirse tan compenetrado con él, que no tuvo empacho en plagiarle un episodio de «La cortina carmesí» para una de las escenas más plásticas y violentas de la «Sonata de otoño»: la de la muerte de Concha. Regularmente publicado en español, Pedro González Blanco traduce «Historia sin nombre»; Ramón Gómez de la Seria, «El amor imposible», y Rafael Cansino Assens, «Las diabólicas». Sólo por citar tres traductores que fueron al tiempo escritores de prestigio.
Posteriormente, se le olvida casi por completo y reaparece en los años sesenta del pasado siglo, gracias al cine. Casi simultáneamente, el cine nos devolvió tres espléndidos escritores por las adaptaciones de algunos de sus relatos: de «La cortina carmesí», de Barbey; de «El río del búho», de Ambrose Bierce, y de «Kwaidan», de Lafcadio Hearn.
«El cura casado», novela publicada por Cátedra en 2005, es, hoy por hoy, su libro más asequible y una de sus mejores novelas. Barbey plantea una seria cuestión moral que en su día produjo general rechazo: al tiempo que el arzobispo de París la prohibía, Zola la condenaba por su defensa del celibato eclesiástico.
Prueba del desconcierto que suscita Barbey es que el jesuita Garmendia de Otaola le despacha en sus «Lecturas buenas y malas» achacándole ideas religiosas y morales «siempre vacilantes». Y no obstante, en «Un cura cansado» no sólo plantea la cuestión del celibato y la de la trágica hija del cura, Calixte, en su papel de ángel mediador con las sombras, sino también el del enfrentamiento entre religión y ciencia, porque el principal motivo de la caída de Sombreval es el afán de conocimiento científico. Muy tempranamente, Barbey escribe sobre cuestiones concernientes al Mal y la Gracia, por lo que la editora del libro, Luisa Guerrero, lo sitúa, con acierto, como precursor de la atormentada literatura católica del siglo XX: Bloy, Creen, Mauriac, Rops y, sobre todo Bernanos, otro naturalista extraño y muy grande.
La Nueva España · 6 diciembre 2008