Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


Gracia Noriega, Bajo las nieblas de Asturias

Ignacio Gracia Noriega

La felicidad de la masa

La utopía, el país en el que la Humanidad
no debe desembarcar

Ciertos signos inquietantes en el aire (por ejemplo, se reinstaura la censura, gracias a lo cual un concejal societario del occidente astur es capaz de censurar el prólogo de un folleto sobre la sidra escrito por José Ramón Fernández de Luanco porque contiene un par de referencias poco «comprensivas» con los nacionalismos separatistas) me impulsan a releer «Nosotros», la novela utópica de Yevgueni Zamiatin, por si hay que sacar de ella alguna consecuencia; y se sacan muchísimas, aunque terribles. Esta novela, y algunas otras en su línea, es un complemento necesario de la lectura de «El mito de la felicidad», la gran reflexión de Gustavo Bueno sobre el mundo que nos aguarda. El género clásico de la utopía, voz griega que, según Quevedo, significa «no hay tal lugar», después de haber alcanzado en el siglo XVI sus cumbres (Campanella, Moro, Bacon), resurge en el siglo XX como advertencia sombría. Ya no se trata de la frivolidad de Oscar Wilde («El progreso es la realización de la utopía»), sino de revelar que la utopía es el único país en el que la Humanidad no debe desembarcar. A finales del siglo XIX todavía se podía tener alguna confianza en el progreso o frivolizar a propósito de él. Pero en el siglo XX, con el poderío del socialismo y de su variante, el nacionalsocialismo, las dos guerras mundiales y los campos de concentración, había que ponerse en guardia contra ese voraz leviatán que es el Estado. El anhelo del hombre puede ser la búsqueda de la felicidad. Como escribe Zamiatin: «A aquellos dos habitantes del paraíso se les planteó la alternativa siguiente: o la felicidad sin libertad o la libertad sin felicidad. Y aquellos mentecatos eligieron la libertad, como era de esperar. Naturalmente, durante siglos añoraron las cadenas». Pero añorar no es peligroso. La sabiduría clásica imaginó la edad de oro, y, sensatamente, la situó en el pasado. Lo malo es cuando se pretende convertir el sueño en realidad y colocar la nostalgia en el futuro. Tal es la finalidad de las utopías políticas, trátese de la «dictadura del proletariado», de instaurar el «reino del hombre sobre la Tierra» o de llevar a la práctica el «programa máximo» del llamado «socialismo moderado». La finalidad es establecer la felicidad a costa de la libertad. Eliminar al hombre para que su lugar sea ocupado por la masa. Porque sólo la masa puede ser feliz. El individuo es lo suficientemente complejo como para que su inteligencia empañe su felicidad; más cuando ésta ha sido meticulosamente programada y es obligatoria.

No se puede obligar al hombre a ser feliz, como no se le puede obligar a ser alto, bajo o mestizo. El nacionalsocialismo impuso un mundo ario; la «sociedad del bienestar», primer paso hacia la utopía, aspira a un mundo sano, deportista, abstemio y feliz. «Su obligación es estar sano», leemos en la novela de Zamiatin. Para ello, cualquier cosa que ponga en peligro la salud es eliminada. «Todas las personas que se envenenan con nicotina y, sobre todo, con alcohol son castigadas implacablemente por el Estado Único», le advierten a uno de los personajes de «Nosotros». En este implacable «mundo feliz» todo es aséptico, todo está ordenado y controlado, nada escapa a la paternal mirada del Estado. Zamiatin, describiendo lo que preveía en los primeros pasos de la Unión Soviética, anuncia la llegada de lo que Hobbes denominó Leviatán y Orwell, Gran Hermano. Su visión no puede ser más pesimista y desesperanzada, porque el peligro va a más, porque el hombre está dispuesto a renunciar a todo a cambio de un plato de lentejas. Sólo que en el «mundo feliz» no hay lentejas. Tampoco existe la naturaleza incontrolada por el Estado, a la que se considera como algo salvaje y ajeno a la masa, que vive en una cápsula confortable, sin alteraciones atmosféricas o sentimentales. En el «mundo feliz» siempre hace «buen tiempo», porque el «mundo feliz» supone, entre otras cosas, la desaparición del mundo agrícola, y, en consecuencia, ya no hacen falta lluvias ni nieves ni nieblas ni el cambio de las estaciones. Lo observamos en la presente socialdemocracia, en la que al urbanícola sólo le preocupa el «buen tiempo», para disfrutar de la uniformidad playera de la «sociedad del ocio».

Las utopías del siglo XX son alertas contra la utopía: «Un mundo feliz», de Huxley; «1984», de Orwell; «En los días del cometa», de Wells; «Erewhon», de Butler; «El aeropuerto», de Warner o «Nosotros», de Zamiatin, se parecen porque los totalitarismos también se parecen. Algunos optimistas se consuelan suponiendo que «El talón de hierro», de London, anticipa el peligro nacionalsocialista, pero no hay diferencia entre el socialismo y el nacionalsocialismo: ni siquiera son la cara de la misma moneda, porque esa moneda es la de curso legal bajo el Estado Único. Zamiatin, que en 1922 identificó el sistema bolchevique con la Inquisición en la obra teatral «Fuegos de Santo Domingo», tuvo suerte de poder exiliarse a París en 1929. Su obra más pesimista y divulgada, «Nosotros», no nos sorprende. Vamos camino del Estado Único, en el que «la poesía está al servicio del Estado, se ha convertido en algo útil». Conviene leer esta obra, insisto, como complemento de «El mito de la felicidad», de Gustavo Bueno, una de cuyas múltiples lecturas enlaza con las tenebrosas utopías del siglo XX. En este sentido, esta importante obra de Bueno es y será uno de los grandes alegatos en favor de la libertad del siglo XXI.

La Nueva España · 28 de febrero de 2009