Ignacio Gracia Noriega
Martín Vigil en las aguas del olvido
Un escritor oportunista, de «temas fuertes», prosa neutra y personajes planos
Martín Vigil fue el primer escritor a quien conocí personalmente, a finales de los años 50 del pasado siglo. Antonio Masip nos llevaba a sus amigos a verle como si se tratara de visitas guiadas a la pirámide de Keops. Vivía el escritor en la calle Uría, encima del cine Aramo, en un tercer o cuarto piso en la penumbra, y salió a recibirnos en uniforme de jesuita y luciendo un peluquín espeluznante. Poco antes había abandonado la Sociedad de Jesús, según Masip, por antifranquista, pero continuaba siendo sacerdote y decía misa en la iglesia de San Juan, aunque no le estaba permitido confesar. Tenía ademanes de jesuita y hablaba con voz de jesuita, o al menos así era como yo imaginaba a los jesuitas, con quienes confieso que tuve poco trato. Nos enseñó su máquina de escribir eléctrica, la primera que hubo en Oviedo, y nos dijo que el editor de Planeta le consideraba mejor escritor que a don Pío Baroja. Yo quedé perplejo. No sé por qué motivo razonable los jesuitas le tienen especial inquina a Baroja: un jesuita de mi pueblo, el P. Vela, hombre de enfática pedantería, me aseguró que don Pío no leía nada, ni un libro al año. Y ahora Martín Vigil afirmaba ser mejor escritor que el autor de «Zalacaín el aventurero». Para confirmar su excelencia, nos enseñó la copia mecanográfica de una de sus novelas: ni una tachadura. En cambio, las novelas de Baroja estaban escritas medio a máquina, medio con pluma, con trozos de páginas pegados sobre otras páginas y con correcciones en los márgenes: en fin, un desastre. En atención a que aquella era mi primera visita (y última), el gran escritor me obsequió con un ejemplar dedicado de sus novela «La vida sale al encuentro», que no diré que leí entusiasmado porque a la tercera o cuarta página empezó a parecerme cursilísima, aunque no tanto como el final. De todos modos, la novela era formidable. El protagonista se llamaba Ignacio, como yo, lo que me daba cierta rabia. Su papá era marino y la mamá había sido novia de ¡un jesuita! Ignacio tenía un hermanito poliomielítico que muere, y Nacho (así le llamaban) se hace ateo: son páginas de mucha pena y angustia existencial. Pero al cabo de una semana, el jesuita le devuelve al redil. En realidad, Nacho estaba enamorado de una chica alemana, y de ahí venían sus existencialismos. Por fin, se le declara con estas palabras grandiosas: «Karin, después de la Virgen y de mi madre, eres la mujer a la que más amo». Sigue la apoteosis final. Yo le regalé la novela a una chica que había dejado de interesarme.
A instancias de Masip leí otra novela suya: «Tierra brava», que era «fuerte», de acuerdo con la terminología de entonces, y además fusilaban a un «rojo». Además de novelas, escribía otro tipo de libros que calificaba «de espiritualidad». En uno de estos se refería a un burgués a quien un pobre le pide limosna y contesta que «no tenía suelto», porque lo tenía todo muy agarrado, y en Oviedo señalaban a un pariente suyo como modelo de ese burgués. Después se marchó a vivir a Madrid, ya de paisano y sin peluquín.
Aunque su vida debió de ser bastante escabrosa, sus novelas no lo eran tanto como para que resultaran interesantes a un público que, por los años sesenta, alcanzaba la mayoría de edad. Insistió en escribir novelas «fuertes» y de crítica social, como «Una chabola en Bilbao» y «Sexta galería», que no provocaron tanto escándalo como algunas de sus actividades privadas. Como escritor era oportunista: buscaba «temas fuertes» y de «actualidad», y los adobaba con prosa neutra, personajes planos, desarrollo lineal y una salsa a medio camino entre Maxence van der Meersh y Morris West: ni siquiera llegaba a Mauriac. Algunos lo comparaban con el escritor, también jesuita, Adro Xavier, pero como de éste no he leído nada, no puedo confirmarlo. Su muerte reciente parece confirmar su olvido. Ya nadie se acuerda de Martín Vigil. No creo que resulte fácil recuperarle si es que se intenta.
La Nueva España · 14 enero 2012